Antes de nada, para que nadie se lleve a engaños, éste es un artículo que no busca hacer amigos, es más, creo que producirá urticaria y me generará animadversión en cierto sector social muy específico. Así pues, si usted considera que no está preparado para escuchar críticas, aún a suerte de no pertenecer al sector de referencia, y si pertenece peor, es mejor que no siga leyendo. Y si considera, algo tan poco usual en los tiempos que estamos, que las críticas ayudan y pretenden ser constructivas, quédese un ratito y seguimos. A lo que vamos. Estoy cansado, harto, de oír hablar a los profesores universitarios de la incompetencia, analfabetismo, inmadurez, falta de esfuerzo, ausencia de voluntad (y quede claro que no hablo de respeto, que sería otro tema) etcétera, de sus alumnos. Estos señores y señoras tan formados e instruidos deberían ser capaces de realizar una reflexión más elaborada y profunda que la anterior, pues no sólo es penosamente simple sino que además poco original, repetida hasta la saciedad; y sobre todo si son ellos los que se configuran en la pirámide como las mentes brillantes y privilegiadas. Si reclaman ciertos niveles y aptitudes, además de actitudes, a sus alumnos, que no lo considero inadecuado, faltaría más, quizá también deberían girar la mirada sobre ellos mismos y sobre las instituciones donde decidieron trabajar, y ser tan fieramente activos y valientes en sus afirmaciones como con los primeros. El problema, y seguro que lo hay, y mucho, no es sólo de un lado de la clase, sino de todos. Hasta que no estemos dispuestos a aceptar no sólo las responsabilidades de los otros sino también las nuestras, no avanzaremos, y la enseñanza no será pedagogía. Y me perdonen todos esos, que los hay, que sí lo hacen, con mucha voluntad y esfuerzo.