Cuando Amalia vuelve a su pueblo siempre aparece el mismo sueño: el río de su juventud, los gritos amenazantes de guardinhas y carabineros, mujeres cruzando las frías aguas cargadas de bultos, las canciones de su madre, la alegría de su amiga Rosa, los secretos de la Basilisa, la envidiosa de su suegra, la Pelá –que tantas veces la denunció–, el simpático Chiribique…

Amalia nos cuenta su historia desde 1942 a 1964, cuando ya viuda y con ocho hijos emigra a Barcelona.

En el escenario dos personajes: Amalia que transita entre el presente y el pasado reviviendo su vida y el Hombre de Piedra, que surge de los recuerdos de la protagonista, representa el poder patriarcal, la masculinidad. Crea atmósferas, susurra, canturrea, dialoga con Amalia.

Una escenografía onírica, espacio sensorial y vivencial de los sueños donde todo es posible.

Amalia sale a escena, busca, mira al público. Los objetos que se va encontrando le provocan recuerdos, músicas, personas queridas. Se resiste a recordar, pero los sonidos y olores son más fuertes, son reales, son su vida.