El del juego es un asunto que preocupa. Nuestras ciudades se llenan de garitos de apuestas y en la red proliferan esos casinos virtuales a los que puede acceder cualquiera en cualquier momento. Casi nada nuevo bajo el sol. El gusto por el juego y las apuestas es un universal de la cultura. Desde las partidas caseras hasta la ruleta, pasando por la lotería, las quinielas, las porras, el bingo, las carreras… Ningún «ejército de salvación» (sea de damas católicas o de rojos concienciados) va a acabar con todo esto.

Conste -antes de que nadie corra a indignarse- que estoy totalmente de acuerdo con «salvar» de los locales y las webs de apuestas a los menores de edad. Para ello tal vez sea útil restringir accesos, regular la publicidad y dar «charlas» con moraleja en los colegios. Pero todo eso sirve de poco. La experiencia y la razón enseñan que no hay forma de «salvar» a nadie del «diablo» (y menos a un muchacho) si no se le reconoce antes: (1) que el diablo tiene su «aquel» (¿si no por qué mola a tanta gente?), y (2) que en último término es uno mismo el que tiene la potestad para juzgar y elegir a quién le «vende el alma». Es así: no se puede educar a un menor sin tratarlo como a un mayor.

Una forma madura de empezar a tratar el problema del juego consiste en saber cuál es el problema del juego. Salvo para los más puritanos, el único (presunto) problema es la desmesura. El juego no es en sí mismo malo -se afirma-, lo malo es no poder (¿o querer?) dejarlo, cueste lo que cueste. Es lo que algunos denominan «adicción» y otros preferimos llamar «vicio». Una distinción no baladí. Veamos.

Si el juego en exceso es un «vicio», entonces estamos ante un problema moral del que el individuo es parte activa y responsable. Pero si es una enfermedad -una «adicción»-, entonces estamos ante un problema médico del que el individuo es parte pasiva (o paciente) y parcialmente irresponsable (no puede evitar estar enfermo). Hay, pues, dos opciones: o concebir al jugador como un «vicioso» consciente de las pasiones a las que se entrega, o pensarlo como un «ludópata» llevado y traído por los deseos (y los terapeutas) que le controlan. Esto, decía, es importante, pues si se apuesta por la segunda opción y concebimos al jugador como un enfermo, entonces -tenga la edad que tenga- será un disminuido moral (es decir: un menor de edad) necesitado de «salvación», y habrá que llamar a la correspondiente «brigada anti-vicio» (asistentes sociales, psicólogos, sectas evangélicas, ministros de sanidad...).

Ahora bien, si ustedes piensan, como yo, que la moral está (inconmensurablemente) por encima de la ciencia y las leyes, entonces la cosa se pone realmente interesante. ¿Es buena o mala la desmesura? Nadie diría que lo es -por ejemplo- en el amor o la solidaridad. ¿Por qué iba a serlo en algo que nos gustase y colmase tanto como al jugador el juego? Es cierto que el juego acarrea a veces consecuencias nefastas (y no solo para el jugador), pero nadie dijo que la felicidad fuera gratis (ni que no tuviéramos que ser unos celosos y egoístas defensores de la nuestra).

Rasgos de personalidad aparte, la decisión moral de «darlo todo» por el juego puede estar muy bien asentada en la mente de una persona (aunque no sea muy consciente de ello). Para muchos filósofos la vida no es más que un juego sin sentido, una pasión inútil. ¿No será lo más consecuente, entonces, jugar apasionadamente hasta el final? La ideología que respiramos nos empuja a vivir sin esperar nada más que emociones, placeres y entretenimiento. Se nos dice que somos seres contingentes, fruto del azar y condenados a la incertidumbre. La propia base material de nuestra vida depende de una «economía de casino» sujeta a gigantescas apuestas financieras (¡Ahí sí que se juega a lo grande!)... ¿No les da todo esto que pensar?

¿Qué pretenden, pues, que hagan los más jóvenes en un mundo sin sentido, «debido al azar», y en el que priman el juego, la competición, la emoción y el dinero fácil? ¿Por qué no iban a andar jugando, también ellos, al mismo juego? ¿Qué alternativa tienen? Porque los menores serán todo lo que sean, pero de tontos -me apuesto lo que quieran- no tienen un pelo.