Mi amigo el periodista Antonio León suele hablar con nostalgia de La Clave, el programa de coloquios televisivos que dirigió José Luis Balbín durante la transición, una época en la que ir a hablar a la tele era aún una cosa seria. Luego, ya saben, aquellos sesudos debates dieron paso a las tertulias entre periodistas (transmutados en vedettes de la opinión), a simulacros de debate político (en época electoral) y a las paradas de monstruos de la telebasura. Así, la opinión pública dejó de ser «educada», al menos en parte, por académicos e intelectuales (como los que traía Balbín a su programa) para serlo, del todo, por presentadores, demagogos y famosos, muchos famosos. Es a ellos -actores, cantantes, deportistas…- a los que -sobre cualquier asunto público- se les pregunta y escucha hoy.

¿Qué explica este cambio, nos preguntaba Antonio en la tertulia (de no-famosos) que celebramos los lunes en la radio pública? ¿Cómo es posible que instituciones o acontecimientos, antes rodeados de una solemne gravedad (como la reciente cumbre mundial sobre el clima) sean hoy un espectáculo -entre el photocall y las charlas TED- en el que se exhiben por igual las opiniones de científicos, estadistas y estrellas de cine? ¿Qué autoridad tienen Harrison Ford, Alejandro Sanz o Javier Bardem -por poner algunos ejemplos- para subir a una tribuna a hablar del cambio climático o de cualquier otro asunto público? Ninguna, claro. Pero justo por eso la tienen toda.

La «celebritycracia» parece un corolario de la democracia liberal: se sigue de la idea de que en asuntos éticos y políticos nadie tiene más autoridad que nadie y cualquiera puede opinar (y votar) sin más credenciales que su particular idiosincrasia moral. Y claro, puestos a lucir personalidad, ¿qué mejor exponente que el artista o personaje que hace oficio de ello? Las celebrities representan también -pese al presunto relativismo reinante- un ideal colectivo de virtud: el del individuo que ha logrado triunfar (ser rico y famoso) merced a su propio esfuerzo. ¿Quién más apropiado que él -por tanto- como modelo y consejero moral?

Otro elemento que explica el auge de los famosos como referente político en nuestras mediocracias (regímenes en que el poder aparente depende de medias estadísticas -encuestas, votos- condicionadas por medios de comunicación) es el religioso. Es de una ingenuidad pasmosa pensar que las sociedades modernas han dejado atrás la religión. Desde la perspectiva del espíritu moderno -según la cual todo lo espiritual (lo relativo a valores) queda fuera del ámbito de la racionalidad (lo relativo a hechos y abstracciones matemáticas)- los problemas morales y políticos solo pueden ser abordados desde criterios a-racionales (subjetivos, emotivos, volitivos) fiados, en último término, a la persuasión retórica o al aura estético-religiosa de determinados ídolos, desde el actor o cantante carismático a la niña con cualidades cuasi proféticas (aquí, de momento, nos libramos de los telepredicadores -aunque no de su versión hippie, los gurús de la «psicosofía», que empiezan a proliferar en los medios-).

Sufrimos, así, de una involución religiosa hacia el politeísmo, un tipo de religiosidad en la que los famosos toman hoy el lugar -salvando las distancias- de aquellos héroes y dioses clásicos cuya vida, milagros, hazañas y ruindades entretenían y servían de modelo a la multitud. La sociedad no ha cambiado en esto un ápice. Sigue necesitando -en lo más profundo de la caverna- de mitos y apariencias, de famosos que nos cuenten su vida en las revistas (incluyendo esa revista del corazón para machotes que es la prensa deportiva) o que nos la dirijan, más explícitamente, desde el púlpito mediático.

Los viejos filósofos griegos rompieron con los mitos convencidos de que la moral y la política eran cosa de sabios. En lo mismo estaba aquella ilustración (con su punto despótico) en que se empeñó en sus orígenes la televisión pública. Hoy la opinión vuelve a estar gobernada por los dioses -por los famosos de ese nuevo Olimpo demo-mediático que puebla nuestras fantasías-. ¿Democracia es necesariamente celebritycracia? Esa es la clave, que diría Balbín.

*Profesor de Filosofía.