En unos días entraremos en el mes normalmente más deseado del calendario, agosto. El mes por excelencia para las vacaciones laborales, hasta ahora asociado a los viajes pero que con esta situación se queda solo en eso, una pausa en el trabajo y en quien lo tiene, puesto que las primeras estadísticas demuestran que de forma extendida el ciudadano ha optado o no tiene más remedio que no moverse, y deja las ilusiones viajeras para un futuro fiado a las vacunas o los remedios farmacológicos contra ese agente asesino y diminuto que circula silencioso entre nosotros.

No están los bolsillos para dispendios, ni la entereza de ánimo para arriesgarse mucho, aunque a juzgar por las bajas cifras de la gente que se está moviendo, lo singular de ver turistas en unas calles el año pasado abarrotadas a estas alturas, salir por ahí no está resultando mucho más peligroso que quedarse en casa si se evitan esos grandes distribuidores de amenaza vírica o a los que por lo menos se les está teniendo mucho respeto: aeropuertos, aviones, autobuses, trenes, o esas atestadas áreas de servicio en carretera para quien se desplaza en coche particular.

Hablo por lo menos de Extremadura, a la que Dios no la llamó por el camino del turismo durante julio y agosto dadas las asfixiantes temperaturas que hay que soportar en la mayoría del territorio. Datos que van llegando de Cáceres, de Mérida, un paseo por sus centros turísticos e inmediaciones de puntos de atracción, indican que la afluencia es incluso menor de la esperada, y la nueva oleada, rebrotes, o lo que sea, le están quitando las ganas a muchos.

A eso se une la poca misericordia con que el anticiclón obstinado de las Azores, y las masas de aire caliente africano, se están comportando con este sufrido suroeste español que arde en extensiones infinitas donde como dijo un diputado extremeño del PP hace algunas décadas, «hasta los lagartos van con cantimplora».

Entre ERTES, renegociación de alquileres, locales comerciales que bajan definitivamente la persiana, empresas de las que nada se sabe desde marzo -con gran congoja de sus acreedores-, inmobiliarias invadidas por la mohína tras cuyos ventanales un agente solitario te ve pasar sin esperanzas de que entres, piscinas vacías, concesionarios de coches con aire bombeado desde las ayudas estatales, y bares donde los parroquianos miden distancias y se escrutan mutuamente analizando el grado de peligrosidad vírica, llega el agujero canicular de ese agosto, antes mítico de atascos, playa, gasolineras, chiringuitos, restaurante, helados y paseos al atardecer, y también aburrimiento vespertino, que de todo tiene el verano, en el que la ventanilla política para los que piden rescate, y los primeros esos que más impuestos evaden y más dinero en B manejan, se ha vuelto casi sorda de tanto griterío.

En una situación de crisis, o semirruina como la actual, a la que hace décadas que Europa y el mundo occidental llevaban sin verle la cara, la creación de la riqueza necesaria solo tiene una fórmula: sacrificio y austeridad. Generar un valor para rellenar la caja vacía, así como para adelgazar no hay otra que dieta y ejercicio, o más calorías que salen de las que entran. Por eso, y al margen de la que parece generosa ayuda de la Unión Europea, no hay otra, en tiempos de enorme gasto social, que incrementar la recaudación fiscal, que eso no quiere decir subir impuestos, y discriminar muy bien el gasto para que sea más útil que nunca.

La filosofía de fondo, que es que para recibir lo que se necesita hay que aportar lo que se puede, la viene insinuando con timidez prudente el presidente de la Junta cuando viene insistiendo en que a derechos se corresponden obligaciones. Y veo a tantos sectores económicos, cuya proverbial afición al dinero en B es conocida, reclamando que les rescaten, que subleva.