A la intemperie

Ocho huevos en un plato de barro

Puede que haya Navidad sin turrón, pero no hay Navidad sin Dios

BELÉN

BELÉN

Fernando Valbuena

Fernando Valbuena

Ocho huevos en un plato de barro, un bacalao de colgar, un ratón comiéndose una hogaza de pan y un rotulito de madera. Todo en la palma de la mano. Todo por calderilla. Leña seca para quemar en el corazón.

Este año no, no monto el belén. No lo monto hace años. Un poco por esto, un poco por lo otro... Lo guardo dentro un baúl que escondo en el altillo de un armario. Pesa tanto que, más que escondido, creo que está varado entre las rocas del pasado. No me atrevo a menearlo. Tal vez parezca una excusa y, así, entre nosotros, lo es. Aún puedo subirme a un taburete y tirar del baúl. Creo. Tal vez… En todo caso, este año, un poco por esto, un poco por lo otro, tampoco. Otro año que mi belén pasará las Navidades allá arriba, bajo un cielo oscuro a la espera de que se le cruce una estrella…

Estrellado en estos pensamientos andaba yo cuando se me cruzó un mercadillo navideño. Luces, tenderetes, juguetes, turrones… y belenes. Mi suegra nos regaló su belén; el belén que a ella le regalaron cuando se casó. Ella tampoco lo ponía ya. Supongo que cada edad tiene su afán. Yo, durante años, lo monté lleno de ilusión. Nunca con el arte de los belenistas avezados, pero sí con ilusión, fe y esperanza. Me fui acostumbrando al tacto de sus figuras y hasta le reparé una pata rota al camello de Baltasar. Mi belén iba a más, de hecho, a lo largo de todo el año buscaba enredos con que mejorarlo. Hubo Navidades que monté hasta tres: el de casa, el del trabajo y el de mis padres. Hubo un tiempo en que regalaba belenes en las bodas. En cambio, ahora no monto el belén de mi suegra. Lo conservo. Los otros los regalé. En eso pienso mientras curioseo entre los que varean olivos y las que asan castañas. Ya no compro nada que no quepa en la palma de mano, porque nada mayor que una nuez cabe en el baúl. Es como si en él no cupieran más recuerdos y como si los que allí quedan estuvieran en trance de olvido.

Tradiciones que levantan muros frente a la disgregación moral de los pueblos

Vivimos tiempos en que creer o no creer es irrelevante. Al menos en Occidente. En todo caso, es algo que queda circunscrito al ámbito de lo privado, más aún, al de lo íntimo. Bien pudiera ser. No diré yo que no. Sin embargo, no es posible entender la civilización occidental desgajada de sus raíces cristianas. Un orden religioso, pero también, y fundamentalmente, el orden cultural y moral que venció a la barbarie. Somos lo que somos porque somos cristianos, o, al menos, porque lo hemos sido. Europa es lo que es porque ha sido cristiana. España es lo que es porque ha sido católica. Eso incluye un universo ético que gira en torno al ser humano, de todo ser humano, nacido a imagen y semejanza del mismo Dios, como sujeto de derechos inalienables. Un universo que incluye también tradiciones que, aún hoy, levantan muros frente a la disgregación moral de los pueblos.

Puede que haya Navidad sin turrón, pero no hay Navidad sin Dios, así que el pasado domingo compré una estampa vieja en el otro mercadillo, el de los cachivaches en fuga. Una vieja postal que sirvió de felicitación allá por 1939; un nacimiento, sin buey ni burra, pero con Reyes Magos. Ayer, en el parque, tomé una ramita de lavanda para ponerla a los pies del recién nacido. Este año los Reyes Magos le traen ocho huevos en un plato de barro, un bacalao de colgar y un ratón comiéndose una hogaza de pan. Es un belén, lo sé porque en el rotulito de madera está escrita la palabra Belén. Nada más, una postal y una ramita de lavanda. Con eso basta. Todo tiene un extraño volumen. También lo que hay dentro de mí.

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