Soy hija de un dios y de la memoria. Mi nombre es Melpómene, la musa del teatro que nació de la fiesta, el vino, los mitos y los ritos religiosos. Por eso sostengo ora una máscara o unos pámpanos, ora un puñal. Explico lo que pasa allí arriba o aquí abajo, en la scaena, en la tarima, en una plaza. No doy respuestas: yo nunca doy respuestas. Solo busco las preguntas. Los unos sienten vértigo y deliran. Los otros sienten miedo porque así son los hombres.

Hice escribir a Esquilo, a Menandro, Eurípides, Agatón, Sófocles, Alceo, Esquilo, Aristófanes y Plauto y sigo parando el tiempo 2.500 años después. Sigo hablando de lo único que importa: de lo sagrados que son los animales, del amor, de la familia, de las traiciones, las guerras, las infidelidades, la libertad, la tiranía, la supervivencia y la dignidad. Ciudad, democracia y teatro nacieron juntos. Creé el teatro como el más certero vehículo para explicar las leyes y los usos en que se tenía que basar la convivencia, para criticar a los gobernantes y para garantizar cierta armonía... aunque esto no me haya salido nunca del todo bien. El hombre, sí, es un ser extraordinario: en la filantropía y en la corrupción, en las dictaduras y llevando paz.

Yo hago que el escritor moldee esa masa informe que es la vida. Nunca la entiende, la vida: por eso la escribe. No la entiende, pero la conoce: solo se escribe de lo que se conoce, de ninguna otra cosa más. Se esfuerza por adoptar varios puntos de vista, plantea personajes creíbles que se hacen simpáticos o antipáticos... A veces se pierden en el intento: cuando se pierden, no soy yo quien habla. Ah, si me dejaran hablar a mí más a menudo.,, Si tengo suerte, consigo que esos personajes atraigan y repelan a la par y que, cuando una persona se haya enfrentado a ellos varias veces, bajo la mirada de distintos directores y de distintas actrices, al final pueda comprenderlos.

Eso me ocurrió con Medea.

No he vuelto a conseguir que alguien escriba un personaje como Medea.

Esto, si hay que hacer honor a la verdad, es rotundamente falso, pero es grandilocuente. Qué sería del teatro sin la grandilocuencia, sin las frases certeras que soy capaz de cantar: «Nunca se hace más que cambiar de esclavitud», «No existe más que un hombre en el mundo: los demás no son más que un error o un triste consuelo y el adulterio es, a menudo, una forma desesperada de la fidelidad», «Dejar de ser amada es convertirse en invisible», «Los ricos son crueles en todos los tiempos y en todos los lugares», «Hay guerras que arrasan naciones. Otras arrasan familias». «Hombres, siempre hombres, movidos por los hilos de la muerte, de la sangre, de la sinrazón del poder. A las mujeres no nos gusta la guerra. Será por eso por lo que no nos escuchan. Y porque somos madres». «Un muerto es la memoria».

En este escenario y en todos los otros, un puñado de mujeres y de hombres han hablado de lo que somos: de las cenizas, de la necesidad de enterrar a los muertos para cerrar heridas, de la violencia que imprime la pasión en todo lo que toca, de los cambios que solo son posibles con esa misma violencia, del pueblo inexistente en las luchas de los poderosos, de la mujer que nada ha de hacer contra el mundo de los hombres, sobre la razón que se vuelve irracional cuando se ejecuta al pie de la letra. Sobre las madres y las hijas, sobre el sacrificio, la entrega, el amor.

Para hablar de todo eso creé a Orestes, a Hécuba, a Casandra, a Clitemnestra (tan poco comprendida, Clitemnestra), a Anfitrión, a Pluto, a Medusa, a Electra, Fedra, Jantias y Jerjes. También hice que otros escribieran sobre otros: sobre Séneca, Sócrates, Viriato, al Calígula que no quiso morir pero que descubrió que los hombres mueren y no son felices porque no pueden alcanzar la luna.

También hago reír. Adoro la risa. Los adultos se ríen poco. Hago cantar. También cantan poco ya los adultos y, de bailar, ni hablamos. Menos mal que existo: menos mal que Dionisio me nació: menudo aburrimiento, de no ser así, con toda esta inhibición que lleváis a cuestas, en el sexo y en la vida. Oh, sí: de sexo también hablo mucho. Y de política. Y de heces y de hiel. “Aquí —dijo uno de los actores que me rindió culto, Carlos Álvarez Novoa— están estas mujeres, aquí están estos hombres, luchando entre lo que creen que tienen que hacer, lo que realmente desean hacer y lo que no quieren hacer. Y esa lucha está presente en cuerpo y sangre”.

Desde Marina Carr a Carl Jung, desde Theo Angelopoulos a Eugene O’Neill, desde Shakespeare a Neil Gaiman, Sartre o T.S. Eliot o Frank Herbert, todos han narrado la historia de Orestes, el aliado de Electra que mata a su madre y lucha a muerte con Neoptólemo para casarse con la mujer con quien le prometieron. Ese Orestes que quiere justicia y que siempre duda.

En las tragedias griegas, sépanlo, todo el mundo acaba sucio, roto, herido. Esa es la razón por la que a mí, que soy la musa del teatro, me representen a veces con un puñal ensangrentado.

La Orestiada. Festival de Mérida. Miércoles, 5 de julio. 22.45 horas. Teatro romano.