Doce años de gobierno del Partido Popular, los ocho últimos con mayoría absoluta, han convertido un territorio con fama de izquierdoso y levantisco y una ciudad que fue capital de la República en bastiones conservadores. Valencia se ha erigido en la capital de los sueños, donde en un año se puede inaugurar un impresionante palacio de la ópera, recibir la visita del Papa, celebrar la Copa América de vela y anunciar que un circuito urbano de Fórmula 1 recorrerá sus calles.

Mientras, la corrupción mina al partido gobernante, que se rasga por el costado que ocupan los fieles al anterior líder y actual portavoz del PP en el Congreso, Eduardo Zaplana. El país padece los efectos de una vorágine urbanística que provoca la reacción de las instituciones europeas, que relacionan abusos contra los pequeños propietarios con corrupción municipal y exigen el cambio inmediato de las leyes. Y mientras, un accidente de metro en que mueren 43 personas desvela las carencias de los servicios públicos y se salda sin dimisión alguna.

EL DILEMA DEL PUEBLO Con la deuda pública per cápita más alta del Estado, los ciudadanos se enfrentan al dilema de elegir entre los neones de los grandes hitos que, según el discurso oficial, los convierte en "líderes mundiales" o fijarse en los desequilibrios de una economía abocada a la construcción, la crisis de la agricultura y la industria tradicional o la educativa, con los más de 1.000 barracones en las escuelas. La encuesta del CIS da, de momento, una mayoría de 53 escaños al Partido Popular contra 38 del PSPV y 8 del Compromís pel País Valencià, la coalición entre Esquerra Unida y el Bloc Nacionalista.

En los últimos tres años, Francisco Camps, heredero rebelde de Zaplana, hacedor de la victoria popular de 1995, ha dedicado tantas energías a gobernar como a socavar el prestigio del Ejecutivo José Luis Rodríguez Zapatero.

El triunfo socialista en las elecciones del 2004 activó todas las alertas en tierras valencianas. El pueblo de Valencia siempre ha votado en consonancia con los vientos del Estado. La reacción fue inmediata. La derogación del trasvase del Ebro fue el comienzo de un discurso basado en la presunta marginación de los valencianos por el nuevo Gobierno central socialista. Machaconamente repetido por los medios de comunicación públicos, convertidos en arma partidista, el argumento de la manía de Zapatero hacia una comunidad que no vota por él, se desarrolló con el agravio del agua, la falta de inversiones en el AVE, la seguridad ciudadana y las infraestructuras de la Copa América.