Dos veces en los últimos 10 días John Kelly, el jefe de gabinete de Donald Trump desde finales de julio, ha comparecido ante la prensa en el 'briefing' diario de la Casa Blanca. Ninguno de esos encuentros con periodistas, los primeros que el antiguo militar hace ‘on the record’, ha sido casual. Y es que en las últimas dos semanas ha vuelto a dispararse la sensación de una Casa Blanca en crisis.

Esta vez esa sensación no la generan las luchas de poder intestinas entre distintas facciones del Ala Oeste y la investigación del ‘Rusiagate’, los dos temas que consumieron los seis primeros meses de mandato de Trump, un caos al que se intentó poner fin justamente con la llegada de Kelly. Ahora el retrato que sale del 1600 de la Avenida Pensilvania es el de un presidente tan volátil e impetuoso como siempre y también como desde el primer momento entregado a azuzar guerras culturales e identitarias, pero cada vez más desaforado.

Ese retrato empezó a perfilarse detalladamente el 8 de octubre. Trump atacó ese día en Twitter a Bob Corker, el senador republicano que preside el comité de Asuntos Exteriores. Corker no calló y usó también la red social para definir la Casa Blanca como “una guardería para adultos”. “Sé de hecho que cada día en la Casa Blanca la situación es intentar contenerlo”, dijo luego a ‘The New York Times’ confesando su “preocupación” ante un presidente al que acusó de encaminar al país “hacia la tercera guerra mundial” y al que solo frena la presencia en su Administración de actores como Kelly; el asesor de seguridad nacional, H.R. McMaster; el ministro de Defensa, James Mattis; o el secretario de Estado Rex Tillerson (con el que han aflorado las tensiones).

VOLCÁNICO, FRUSTRADO, DESATADO

Podría pensarse que Corker hablaba despechado tras los ataques de Trump, pero el senador no es el único que ha alertado sobre la situación. El senador asegura que “la inmensa mayoría” de los republicanos en las cámaras son conscientes de “la volatilidad con la que estamos lidiando y la tremenda cantidad de trabajo que requiere que la gente a su alrededor le mantenga moderado”. Y una serie de artículos en ‘Politico’, ‘The Washington Post’ y ‘Vanity Fair’ construidos con el testimonio desde el anonimato de al menos dos decenas de empleados del Ala Oeste, confidentes y asesores externos de Trump y destacados republicanos apuntan a los dos extremos: el de una Casa Blanca volcada en contener y gestionar al volcánico presidente y el de un Trump no ya entregado a su estrategia de caos orquestado sino cada vez más frustrado, enfadado, desatado y a la deriva.

En ‘Politico’, por ejemplo, se ha contado que Trump llega a menudo agitado o alterado tras haber hablado con algún amigo o con algún asesor o tras haber visto la televisión (y lo hace desde que se levanta hasta que se acuesta). Entonces, sus ayudantes “entran para calmarle y evitar una decisión acelerada”. El ‘Post’, por su parte, ha contado como su círculo busca formas creativas de canalizar la energía del impetuoso presidente, incluyendo la de intentar retrasar las decisiones más controvertidas.

McMaster usa, por ejemplo, tácticas de distracción y voluntariamente se ofrece a estudiar con su equipo las ideas más heterodoxas, dando tiempo para que Trump las olvide o para presentarle alternativas. Mattis no elude las críticas, pero evita hacerlas en público (la única exposición que enfurece a Trump), y si las va a hacer siempre se lo hace saber primero al presidente. Y Kelly, según explicó en su primera rueda de prensa, no ha limitado como se ha dicho el acceso al Despacho Oval, pero sí lo ha transformado. “En vez de reuniones de dos o tres, entramos y le ayudamos colectivamente a entender lo que necesita entender para tomar esas decisiones vitales”, dijo en unas declaraciones las que también trató de cambiar la extendida imagen de Trump y lo definió como alguien “muy reflexivo”.

TENSIONES CRECIENTES

Por más que lo haya intentado, no obstante, el jefe de gabinete no ha podido frenar las informaciones sobre las tensiones crecientes entre él y Trump y entre el presidente y otros miembros destacados de su gabinete, sobre todo Tillerson, uno de los que no se han entregado a la adulación desmedida por la que han optado muchos secretarios, especialmente el del Tesoro, Steven Mnuchin. Y son varias las voces que alertan de que el presidente está cada vez más aislado, “enfadado” porque no se le dé crédito en acciones como su respuesta a los huracanes, y que está “quemando puentes”, especialmente en su relación con el Congreso, con la ira alimentada por el estancamiento de una agenda legislativa que de momento es extremadamente raquítica. En ‘Vanity Fair’ uno de los confidentes del presidente, comparándolo con uno de esos hervidores que silban cuando el agua entra en ebullición y que se convierte en olla a presión si no se deja salir el vapor, advertía: “Estamos en territorio olla a presión”.

La revista marcaba un momento decisivo para Trump: la derrota hace menos de un mes en las primarias republicanas de Alabama de Luther Strange, el candidato al que el ‘establishment’ le había convencido para que apoyara. El presidente “vio romperse el culto a la personalidad” en ese resultado. Y fue justo en los días de esa campaña cuando abrió su guerra con la liga de fútbol americano NFL y los jugadores, mayoritariamente negros, que protestan durante el himno.

Trump se sumergía de nuevo en las guerras culturales e identitarias, que mantiene también abiertas en temas políticos como la inmigración. Ha lanzado, además, su enésima acometida contra los periodistas, llegando a cuestionar la libertad de prensa. Con la boca llena de patriotismo en el duelo con la NFL, ha vuelto a dejar en cuestión su respeto hacia las familias de militares fallecidos, ahora como en comandante en jefe, haciendo llorar a una viuda, politizando su error y forzando a Kelly, que perdió a un hijo en Afganistán, a salir a lavarle la cara. Y hasta en su decisión de poner en manos del Congreso el futuro del pacto nuclear con Irán ha demostrado que está funcionando más a base de instinto que de recomendaciones de su equipo, buscando solo mantener su relación con su base más radical o, como él los llama, “mi gente”.