De "terremoto" o de "tsunami" han calificado los periódicos francófonos belgas el resultado de las elecciones del domingo. El líder del partido independentista flamenco NVA, claro vencedor, dice que exageran. Que no va a pasar nada y, como prueba de ello, se ha mostrado dispuesto a sostener un gobierno presidido por un socialista, el partido que hasta ayer mismo para el NVA era la encarnación de la Valonia "corrupta y derrochadora".

Seguramente De Wever dice la verdad, solo que a corto y muy medio plazo. Ahora el pragmatismo se impone. Sobre todo porque los mercados también amenazan a Bélgica --la deuda pública del país es la más alta de Europa-- y la inestabilidad política que provocaría un intento secesionista podría ser fatal para todos, flamencos y valones. Pero también porque, por el momento, esa salida es impensable dada la extrema fragmentación política del país: hay 12 partidos en el Parlamento.

Los analistas se preguntan qué coalición mínimamente estable puede salir de ese panorama. Y no hallan respuesta. Sin duda la habrá en unos días: las urgencias económicas harán de la necesidad virtud. Pero será un gobierno en la cuerda floja. Como los de los últimos años, que han durado muy poco y el contencioso entre las dos comunidades ha sido siempre la causa de su caída.

Los historiadores dicen que Bélgica vive esa tensión desde siempre. Es cierto. Pero hasta hace poco la difícil unidad del país se mantenía sobre la base del predominio, económico y político, del sur francófono y de la solidez que proporcionaba el apoyo de Francia. En las últimas décadas eso ha cambiado. Ahora los más dinámicos y más ricos son los flamencos. Y quieren que se reconozca. Entre otras cosas, con una fiscalidad más favorable. Encima, desde el domingo el portavoz de esas inquietudes es un partido independentista, que quiere que un día, posiblemente no muy tarde, Flandes vaya por su cuenta. Y que está convencido de que eso no sería un drama.