Gordon Brown ha pasado 13 años en Downing Street. Primero como ministro de Finanzas, en el número 11 de la codiciada calle. Después, desde el 2007, en el número 10, como primer ministro.

Brown siempre quiso ser primer ministro, y tuvo que esperar demasiado para conseguirlo. Su amigo y más tarde implacable rival Tony Blair le privó durante una década de ese privilegio. Cuando al fin lo alcanzó, una serie interminable de calamidades imprevisibles y torpezas propias transformaron su mandato en un calvario.

A los pocos días de ocupar el cargo tuvo que afrontar un doble atentado. Un coche cargado de explosivos estuvo a punto de causar una matanza en Londres. El mismo comando intentó horas más tarde hacer estallar otro vehículo en el aeropuerto de Glasgow. Apenas recobrado del ataque, una epidemia de fiebre aftosa obligó a aislar pueblos. Poco después el país sufrió algunas de las peores inundaciones de los últimos años. Brown supo reaccionar con firmeza, y su popularidad aumentó.

En el verano del 2007 pensó en aprovechar la ocasión para convocar elecciones. Seguramente habría ganado. Al final se echó atrás. Un error que ahora paga.

Tras la derrota, la salida de Brown de Downing Street está siendo traumática. Su resistencia hasta ayer a presentar la dimisión ha dado a los británicos la imagen de un hombre atrincherado, intentando aferrarse al poder definitivamente perdido.