Basta recordar la presencia de Adolf Hitler y los jerarcas nazis, brazo en el alto, en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Berlín, el 1 de agosto de 1936, para llegar a la conclusión de que seguramente los que hoy empiezan en Pekín no son los más politizados de la historia. Bajo la dirección ideológica de Joseph Göbbels y la artística de la cineasta Leni Riefenstahl, aquellos fueron unos Juegos diseñados para exaltar la superioridad aria y la nueva Alemania, aunque el héroe de aquellos días fue un joven negro de Oakville, Alabama (EEUU), llamado Jesse Owens, que ganó cuatro medallas de oro. Ya entonces se habló de la necesidad de no politizar los Juegos, y en la ceremonia de clausura Pierre de Coubertin en persona se rindió a la eficacia alemana: "Que el pueblo alemán y su jefe reciban la gratitud merecida por lo que acaban de realizar". Ni él ni nadie quiso entrar en el fondo del asunto, la naturaleza del régimen nazi, aunque aquellos Juegos se dieron sometidos a una parafernalia obscena.

La Guerra Fría

Después de la Segunda Guerra Mundial, la política en el deporte fue la norma. Antes de llegar a la era de los boicots (Montreal-76, Moscú-80 y Los Angeles-84), la guerra fría dio pie a toda suerte de escaramuzas. A la URSS no le hizo ninguna gracia que los Juegos de 1952 se celebraran en Helsinki, y en 1956 se bordeó el desastre antes de que empezaran las competiciones en Melbourne el 22 de noviembre: un mes antes, la URSS había intervenido en Hungría y varios países amenazaron con no participar, aunque al final España fue uno de los pocos países que no se presentó. A Avery Brundage, presidente del COI, se le atribuyó por aquellos días la siguiente frase: "Hemos llegado hasta aquí de milagro".

También antes de los boicots, el asalto de un comando de terroristas palestinos a la delegación israelí que se hospedaba en la Villa Olímpica de Múnich, el 5 de septiembre de 1972, representó el final de la edad de la inocencia del olimpismo. El sangriento desenlace de aquel suceso obligó a cambiar para siempre los parámetros de seguridad y las villas de los deportistas dejaron de ser los "campamentos de paz" a los que se refirió Willy Brandt. A partir de entonces, cualquier causa política --legítima o no-- vio los Juegos como la tribuna ideal para hacerse oír.

De ahí que los boicots que se sucedieron entre 1976 y 1984 fueran la expresión máxima de la politización de los Juegos. A Montreal no acudieron 26 países africanos para protestar por la presencia de Nueva Zelanda después de que su selección de rugby hiciese una gira por la Surá-frica del apartheid. A Moscú, en 1980, no acudieron 58 países, encabezados por Estados Unidos, la RFA y Canadá, que creyeron dar la réplica adecuada a la URSS por la invasión de Afganistán, el año anterior. Cuatro años más tarde, la URSS y la mayoría de sus aliados pagaron con la misma moneda a los organizadores de los Juegos de Los Angeles. El riesgo de fractura en la familia olímpica estuvo más cerca que nunca.

Explotación

El final de la guerra fría y la explotación comercial de los Juegos --patrocinadores, derechos de televisión-- desvanecieron aquella amenaza, pero no acabaron con la politización. Sucesos como el de los atletas del black power reivindicando los derechos de la comunidad negra de Estados Unidos en el Estadio Olímpico de México (1968) dejaron de verse, pero el forcejeo siguió en los despachos. Y así, a Atlanta --Coca Cola, la CNN-- se le adjudicó la cita de 1996 a los que aspiró Atenas para conmemorar el centenario de la restauración de los Juegos en aquella ciudad, y a Pekín se le otorgaron los del 2008 sin poner demasiadas condiciones. Política y economía obligan.