La vida es convivencia. No podemos estar siempre en luchas unos contra otros. Se enfrentan las familias, los individuos, los pueblos, las razas, las religiones, las naciones. La existencia humana no es exclusivamente unidireccional. Puede prevalecer el egoísmo o el amor. No podemos prescindir de los demás. O nos abrimos al otro y salimos de nuestro ensimismamiento a su encuentro o nos cerramos al otro y nos replegamos en nosotros mismos. El amor es siempre lo ideal, pero la realidad aparece siempre llena de egoísmo y hay que contar con él. La justicia consiste precisamente en crear un espacio legal donde cada egoísmo esté en su sitio. Por eso la justicia es el fundamento de la convivencia. Pero la existencia es amor y no justicia, es vida y no ley. Las reglas de juego sirven para jugar, pero no son el juego. Pueden respetarse las reglas y no haber juego. Cuando la obsesión por la justicia no deja sitio al amor, lo que resulta es la coexistencia. Pero eso no es vida. No, al menos, vida humana.

No es lo mismo vivir para cumplir las leyes que cumplir las leyes para vivir. Pues la vida nace y crece del amor y es amor.

El amor no es una alternativa política, sino la alternativa a todas las políticas, porque es la alternativa de la vida. La política es un servicio a la vida, que es amor, por eso la política debe controlar el egoísmo, pero no puede programar el amor, que es siempre gratuito, sorprendente, imprevisible. La ley ha de reducir el egoísmo. Tal es la primera exigencia del amor al otro, pues amar es liberarse del egoísmo y ayudar al otro a ponerse en libertad. Pero más allá de la justicia y de la ley, como culminación debe estar el amor al otro y no a la ley, el atender al otro y no el atenerse a la ley.