Historiador

Estamos en precampaña, y ya enseguida en campaña electoral. Algunos la utilizan para acordarse de las familias de sus más cercanos adversarios, de aquéllos que les pisan los zapatos, o se tienen tan arrimados que le entallan los talones a uno. No se trata de argumentar programas, de mostrar al ciudadano una serie de posibles acciones que les lleven bienestar, justicia, profundización en los derechos que les son reconocidos. Se trata de insultar. De nublar la razón e irse por los cerros de las vísceras. De llevar un mensaje emotivo, encaminado a eso, a lo visceral, a lo tumultuoso, a todo aquello que siempre constituyeron las características del espectáculo circense, como si las personas no estuvieran hechas para reflexionar sino para disfrutar con las maldades y los chistes.

Y el caso es que el discurso muchas veces funciona. Dan los difamadores en la diana de los votos y ya nunca se apartan de su grosero soniquete. Pero el caso es también que la gente madura, y que la población está cada vez ya más formada en todo lo que le concierne, pues nuestra democracia se va haciendo adulta. Tras tantas décadas oscuras y de negarnos la mínima capacidad de decisión, tarda en conformarse un espíritu realmente reflexivo, certeramente crítico. Como la primavera soriana de Antonio Machado. "¡Pero es tan bella y dulce cuando llega!", dice el poeta. Sí, llega, y cuando se implanta con todas sus raíces compensa de todos los sufrires, y de tanto vacío y tanta mezquindad.

¡Ojalá! que ahora, en esta nueva campaña en la que estamos embarcados, todo profesional de echar basura sobre los otros sea barrido por la escoba de los razonamientos y los auténticos proyectos que busquen el bien real de la mayoría. Y que los grandes embaucadores bajen a las cavernas del silencio donde no vuelvan a hacer más mal a los demás.