Escritor

Con motivo de la celebración de la Semana Cultural del IES "Gregorio Marañón" de Caminomorisco, volví la semana pasada a Las Hurdes. Muchos meses después, pude comprobar con tristeza el paisaje negruzco y arrasado que, por culpa del incendio, aún rodea el bello enclave de Pinofranqueado. Montes pelados con troncos por el suelo donde antes hubo espesos bosques que alegraban la vista del viajero.

Ya he dicho otras veces cuánto me gustan estos encuentros con alumnos de secundaria y bachillerato. Este fue uno de los mejores que he tenido. A pesar de la hora, la última de la mañana, de la dispersión que provoca el cambio de horarios en función de las distintas actividades, de la inminencia de las vacaciones, los chavales no sólo guardaron silencio sino que además atendieron y, al final, después de reír y pensar juntos un rato, preguntaron más allá de lo predispuesto en estos casos. Al salir, algún profesor no podía por menos que hablar de milagro. Mi experiencia, en este sentido, es siempre milagrosa porque no encuentro en estas charlas sobre lectura y literatura sino complicidad y buenas maneras. Sospecho que les puede la sorpresa: la de ver a un escritor fuera de los libros, al natural y no en fotografía; una persona alta o baja, gorda o delgada que huele y que gesticula. Más allá, el texto literario (esa indigesta materia susceptible, para ellos, de estudio o comentario), cobra vida en la voz del narrador o del poeta, algo para lo que no suelen estar preparados.

Empecé diciéndoles que repararan en un par de cosas a propósito de la poesía. La primera tiene que ver con un hecho incuestionable: cuando ellos tienen que demostrar sus sentimientos, ya sean para con otros u otras (de amor, por ejemplo) o para consigo mismos (de desolación o de alegría), recurren al poema, siquiera sea en forma de penoso ripio. A sus carpetas me remito. O a sus mensajes de móvil. La segunda, muy de actualidad por desgracia, alude a la guerra y a su rastro interminable de condenas. Raro ha sido el acto en el que no se ha recitado un poema. Uno, que lleva en este negociado más de veinte años, no recuerda una cosa igual. ¿Cuánto tiempo hacía que los poetas no veían la necesidad de escribir un poema en contra de algo? ¿Cuánto que no se hablaba de poesía social y de compromiso? Y ahora... Hasta los periódicos, reacios en España a publicarlos, han abierto sus páginas a la forma de expresión más efectiva, pues que su densa concisión transmite, de forma inmediata, como ninguna otra (la canción no es sino una forma de la poesía), los sentimientos más profundos de los seres humanos. Tal vez por eso, nadie, que yo sepa, ha leído un cuento o la página de una novela o un ensayo encima de un escenario. Estos hechos avalan, contra la vieja monserga de los agoreros, que la poesía no sólo no tiene los días contados sino que goza y seguirá gozando de una deliciosa salud; entre otras cosas, porque la necesitan y la usan, con la espontánea impunidad que cabe al caso, los dueños del futuro; esos descerebrados adolescentes de los que con frecuencia abominamos, no sé si por incomprensión o por envidia.

Aunque sea de mala educación presumir en voz alta de estas cosas (de cualquiera), les aseguro que es muy gratificante asistir como activo espectador o como eventual protagonista a este tipo de milagros tan humanos, donde lo escrito en un papel cobra vida propia y todo y a todos nos transforma.