Hace tan sólo dos años éramos felices; teníamos cuanto podíamos desear. Nada nos impedía hacer realidad nuestros sueños: disfrutar de unas buenas vacaciones, hacer celebraciones familiares, comprar un piso, un coche, un televisor de plasma o el último modelo de móvil. Sólo había que acercarse a la sucursal bancaria más cercana y, ¡voilà! Préstamo concedido. ¿Qué cómo lo pensábamos pagar? Muy fácil: con mucho optimismo. Nuestra cartera estaba vacía, pero nuestra cabeza estaba repleta de optimismo.

Ahora, de repente, todo ha cambiado; sobre todo, nuestro estado de ánimo. Hemos pasado del exceso de confianza al pesimismo absoluto. La crisis económica irrumpió con fuerza, nos despertó sin contemplaciones de aquel sueño profundo y maravilloso de lo posible, y nos puso delante de nuestras narices la realidad actual: las hipotecas nos persiguen sin piedad, el paro y los recortes salariales nos amenazan, los bancos ya no se fían ni nos fían, no llegamos a final de mes, los hijos no se van de casa, y, para colmo, nos recuerdan que más del 60% de los trabajadores son mileuristas.

Ahora bien, exceptuando a quienes están sin trabajo, cabe preguntarse: ¿si nuestra percepción de la realidad era equivocada antes de la crisis, no lo será también ahora? Porque, aunque ahora nos pinten el presente de color negro y nosotros así lo percibamos, si nos comparamos con generaciones anteriores, con los más de 850 millones de personas que pasan hambre o con los que se están muriendo de inanición, llegaríamos a la conclusión de que estamos inmersos en una crisis de lujo.

Pedro Serrano Martínez **

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