El mundo periodístico vive en una constante zozobra desde hace años. Hay quienes la achacan al auge de las nuevas tecnologías y de la gratuidad. Y lo cierto es que algo tienen que ver estos dos factores en la caída de las ventas y de los niveles de difusión y audiencia. Pero no son los únicos que han abocado al sector periodístico a la crisis permanente en que se ha encallado. Porque, en su situación actual, tiene mucho que ver el desprestigio de la profesión, generado por la desidia e incompetencia de algunos periodistas y el sectarismo y servilismo de otros. Por desgracia, ahora se publica casi todo, demasiado deprisa y sin tejer esa red de seguridad que se configura al contrastar las noticias con múltiples y diversas fuentes.

No sé si les pasará a ustedes algo parecido, pero a este que escribe, a veces, le sobreviene un sentimiento desmoralizante al contemplar las portadas que se amontonan tanto en el quiosco tradicional como en el digital. Se dan 'a todo trapo' noticias que quedan inmediatamente desmentidas por fuentes solventes. Se amplifican los mensajes de parte, emitidos por organizaciones políticas, sindicales, empresariales, o de cualquier tipo, sin detenerse a comprobar si las afirmaciones y proclamas que emiten son algo más que diatribas tendenciosas.

Se llenan páginas y páginas con predicciones y futuribles más propios de los trileros de feria, o de los videntes sacamantecas, que de los herederos de una profesión que tanto bien ha hecho a la sociedad occidental durante décadas. No todo es malo, porque, en nuestros días, también hay cosas que se están haciendo bien (e incluso muy bien), y buenos profesionales que se resisten a publicar cualquier cosa y de cualquier modo. Pero hay otros muchos que hacen un periodismo 'fast-food', de ese que se genera, consume y excreta, sin pasar por la --tan necesaria-- fase de la digestión. Y la culpa no es de los lectores, por mucho que se les trate de endosar la responsabilidad de que no pagan por contenidos de calidad. Porque la gente no compra morralla si puede adquirir un buen género. Pero hay que ofrecérselo. Porque si lo que se oferta es malo, lo que se compra, por ende, lo es también. Y al final, acabamos perdiendo todos: los lectores, las empresas periodísticas y los profesionales. Algo de eso está pasando. Y nadie parece esforzarse para ponerle remedio.