Hoy confieso y, si me tengo que entregar, me entrego a las autoridades. Siempre he intentado cumplir las leyes y aquellas otras no escritas que dependen de la moral, pero ayer incumplí la ley. Soy fumador, de esos que hace propósitos continuos de dejar un hábito que estoy seguro es dañino, y andaba por la calle con un cigarrillo en la mano, distraídamente, cuando entré en la cafetería habitual a tomar un café camino del trabajo. Enseguida me advirtió el camarero: "Que ya no se puede fumar". Con una sonrisa, pues venía con un amigo comentando precisamente el tema, salí a la calle para arrojar el cigarrillo. Justo en la puerta, otro cliente que salía me advirtió: "Aquí tampoco se puede fumar". Yo le miré, atónito. Entonces me aclaró: "Estás a menos de 50 metros de un colegio".

¡Claro, el colegio! Llevo toda la vida viéndolo, al otro lado de la calle y a menos de 50 metros, si acaso estaría a unos 9 o 10. Ya no dije nada. Terminé de fumar el cigarrillo, sin sentimiento de culpa, sin la conciencia de ser un peligro para la salud pública, a sabiendas de que a la única persona a la que estaba dañando era a mí mismo. No a los alumnos de aquel centro, una de las cuales es mi propia hija, sin advertir, no obstante, que sí estaría molestando a quien me observaba, no por el humo en sí, que la brisa dispersaba a mayor velocidad que el escape del coche parado en el paso de peatones, ante el señor que minutos antes me había advertido y ahora me miraba sin percatarse que, en aquella calle, en el mismo instante, otras conductas incívicas le pasaban inadvertidas, sin esa mirada de reprobación, de reproche o de simple curiosidad, no lo sé: un coche parado en un paso de peatones, otro en doble fila, una pared llena de pintadas, el goteo de un aire acondicionado, un anciano teniendo que ceder el paso en la acera a unos jóvenes en bicicleta de montaña- pero el único que allí parecía transgredir las normas era yo.

Por eso confieso mi culpa, hago firme el propósito de no volver a cometer tal falta, pero dejo la reflexión de que hay tantas conductas que a mí, como a muchos, tampoco me gustan, que nunca me he quejado y que sin embargo no voy a pedir que se prohíban o se regulen.

En fin, creo que ahora tengo la excusa perfecta para dejar de fumar, pero espero que el Estado, al que agradezco que se preocupe por mis pulmones, se olvide de mis arterias y me deje disfrutar de los bocatas de bacon con queso, aunque sea a más de 50 metros de un colegio en vacaciones.

Luis M. Sánchez Rodrigo **

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