Filólogo

Bush se levanta a las seis de la mañana para pedir furiosamente a Dios que le ayude a matar iraquíes. No sé a qué hora se levanta Sadam Husein (si sigue vivo), pero también pide a Dios fuerzas para matar americanos. Bin Laden jalea hace tiempo una Guerra Santa contra los yanquis. Creyentes, religiosos, islamitas, mahometanos, almuédanos, sarracenos, beatos, santones, se sientan estos días en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para calcular los muertos; arrebatados por idéntica fe a la de aquel árabe que quemó la Biblioteca de Alejandría: --"O los libros que están aquí dicen lo mismo que el Corán, y entonces sobran, o dicen otra cosa, y entonces no hacen falta"--, emprenden la cruzada contra el infiel, apoyados en la sura o el versículo.

Una religiosidad de fuego abrasador, arrasa y aniquila en nombre de Dios las ciudades, masacra a los niños, liquida a las madres, ejecuta a los hombres, arrasa hogares, extermina a los pueblos.

Son los fanáticos que queman miles de iraquís, como quemaron, antes, un millón de brujas, no porque existieran, sino porque estaba suficientemente probada su brujería; son los moralistas, con la conciencia tranquila, aunque su bilioso deber consista en matar; quienes tienen la responsabilidad de defender la legalidad internacional, aunque siempre la violen; los iluminados con la fe de los férreos batallones que dispersaron a los filisteos; los héroes, elegidos por la predestinación, y la certidumbre de que El lo quiere; son, en fin, los hipócritas, hijos de la religión del cesarismo, del americanismo, y del tú matarás.

Habrá que echarle una mano a Dios, a quien sólo le quedan las víctimas, y levantarle de un mundo donde la tolerancia y la bondad disminuyen en la medida en que aumentan los creyentes y los dogmáticos.

¿Cómo podrá soportar Dios tanto imbécil utilizando su nombre en vano?