Diputado del PSOE al Congreso por Badajoz

Siempre que comienza el año judicial y las togas se ponen en marcha se prodigan, lógicamente, los comentarios sobre el estado de la cuestión judicial, el funcionamiento de la justicia, sus carencias, sus aspiraciones. Sin embargo, se habla menos de su independencia, y sin independencia y sin libertad, la administración de justicia es imposible. Desgraciadamente, de ambas cosas tenemos ejemplos en España. Falta la libertad suficiente en el País Vasco para que los jueces puedan ejercer su función. Y es clara la dependencia política en altos cargos de la magistratura. Y éste es un pésimo asunto, que importa mucho arreglar, tanto que se convierte en una cuestión de Estado y como tal lo abordan los socialistas.

¿De qué estamos hablando? ¿De más jueces?, ¿de menos jueces?, ¿de más medios económicos?, ¿de menos medios económicos? Todo esto es importante, muy importante, y se debe resolver con premura y equidad, sin escatimar medios económicos dentro de nuestras posibilidades. Pero el elemento nuclear del debate político no es éste. Lo básico de esta cuestión es que el tercer pilar, el estamento judicial, que asegura el sistema democrático, pueda cumplir su función. Y nadie pueda cuestionar orígenes ni competencias.

No es éste un tema sencillo, es obligado pero no fácil, y de Montesquieu a nuestros días ha llovido lo suficiente para estar harto ilustrados de las dificultades existentes.

Los otros dos poderes democráticos tienen una legitimidad de origen muy directa, al legislativo lo votan directamente los ciudadanos y al ejecutivo lo elige el legislativo. Y esto está muy claro en los sistemas democráticos. El estamento judicial no suele tener en las constituciones esta claridad de origen. Las concreciones, cuando las hay, son las imprescindibles, la apelación y el reconocimiento de su independencia es siempre un precepto muy respetable, básico y fundamental, pero suele resultar un tanto genérico. Y al final, el nombramiento de los órganos de la cúspide judicial tiende a contaminarse con presiones partidarias. Y ya sabemos que no vivimos en un mundo de ángeles, y que el poder, en sus múltiples facetas, es un instinto muy arraigado en todos los hombres, con toga o sin toga. Y la contaminación política se hace muy difícil de evitar. Pero por difícil que sea hay que intentarlo una y otra vez, cuantas veces sea preciso. Y el pacto de la justicia habrá que volverlo a intentar, ya que avanzar en la independencia política es profundizar en la democracia.

Muchos golpes de pecho como acto de contrición sincera debe darse el Gobierno, y el partido que lo sustenta, con su flamante líder a la cabeza, para que se les pueda perdonar los insistentes y reiterados incumplimientos y desatinos del Gobierno en esta materia. Ni el fiscal general del Estado ni el presidente del Tribunal Supremo deben pronunciar discursos que se confundan, por continente y contenido, con la bandera de ningún partido político.

No ha comenzado el año judicial con discursos afortunados, y no por el fondo de la cuestión, que la mayoría defendemos con vehemencia, sino por quien los pronuncia y el momento en que los pronuncia.

Si la independencia política es fundamental, la mediática tiene también su importancia, máxime cuando puede influir e incluso orientar la conducta de algunos jueces. Los ciudadanos no pedimos sentencias espectaculares, más bien la labor eficaz y callada de unos jueces doctos en el conocimiento de las leyes y rectos de conciencia a la hora de interpretarlas.