Se acerca ya el momento de que el Tribunal Constitucional decida sobre el Estatuto de Cataluña. Y esta inminencia genera movimientos estratégicos. Tres años es un tiempo muy prolongado para resolver sobre la constitucionalidad de una norma, aunque tenga gran relevancia por sí misma y también en la medida en que hace una reformulación del sistema autonómico. Además, muchas de sus prescripciones fueron asumidas e incorporadas en las reformas estatutarias que se realizaron después en otras comunidades autónomas.

En Cataluña se está expectante. Pero también lo está el conjunto de España, porque a toda la nueva arquitectura de distribución territorial del poder afecta. Las impaciencias, legítimas por la tardanza y temerosas por los rumores, han dado paso ya a algunas reacciones. Y estas aumentarán cuando se logre el desbloqueo interno para conseguir una resolución asumible por una mayoría significativa de magistrados. Y no parece fácil.

Pero más allá de cualquier posición, hay algo que debería presidir la respuesta de la clase política catalana, con algo que es característico de esa comunidad: el seny . Son muchos los preceptos recurridos. Hasta 42 preceptos idénticos del Estatuto de Andalucía no fueron recurridos, a diferencia del catalán. Si algunos de ellos, contenidos en el Estatut, se declarasen nulos, habría un problema respecto a los estatutos no impugnados.

XCON EL GRANx número de artículos impugnados, será seguro que la sentencia final admita algunos y rehaga otros. No es previsible una sentencia in totum . Cada grupo político pondrá el acento en lo que le dé la razón o lo que se le niegue. Pero aún más importante será la visión de conjunto, aunque se validasen o denegasen algunos de los temas más controvertidos.

El Tribunal Constitucional se pronunciará sobre la dimensión jurídica de un texto, aunque algunos de sus preceptos evocan legítimos sentimientos difíciles de normativizar. Pero también estos se pueden racionalizar. Y enfocarlos desde el admirable sentido común propio del caracter catalán, incluyendo también en ello el pragmatismo y la sensatez.

Junto a ello, hay otro elemento que debe presidir la reacción, bien de disgusto o bien de alegría, por el pronunciamiento que se produzca. En este caso, es algo más que una actitud. Se trata de un principio jurídico importado a España y que es originario de un sistema federal como el alemán: el principio de lealtad. Supone, en su vertiente constitucional e institucional, el respeto a las reglas del juego del Estado de derecho que somos.

Ciertamente, el Tribunal Constitucional tiene una tarea complicada. Nadie puede negar el cúmulo de errores desde la génesis en el Parlamento catalán: cómo encallaría, cómo se buscaría el apoyo a un partido ajeno al tripartito para desbloquearlo, cómo se modificaría y retocaría abundantemente en las Cortes para intentar encajar un texto que entonces desbordaba claramente el marco constitucional, etcétera. Tampoco las paradojas de que el partido más impulsor de la reforma acabara sorprendiendo con su posición de abstención en el referendo y que ahora es el más exigente defensor de la literalidad del texto.

También hay que recordar que (jugará como hecho consumado), ciertamente, fue respaldado por el pueblo catalán en el referendo pero sin olvidar la altísima abstención, que demostró una gran desafección de la ciudadanía hacia cómo se había abordado todo el proceso. Tampoco el Tribunal Constitucional ha sido ajeno a una convulsión de recusaciones y de utilización partidista que ha minado su prestigio. Algunos políticos que apelan constantemente al Estado de derecho no tienen ningún pudor en erosionar gravemente las instituciones. Un tercio de sus miembros hace años que tenían que haber sido relevados por expirar su mandato.

Son muchos elementos a considerar ante una de las más importantes resoluciones que haya de dictar el Tribunal Constitucional en toda su historia. Será legítima desde cualquier posición una crítica a la sentencia. Sin embargo, aunque alguno de sus pronunciamientos no agrade a cada una de las facciones más extremadas en salvar todo el texto o en rechazarlo en bloque, no deben alentarse reacciones en exceso viscerales. Ni las triunfalistas ni las derrotistas. La desmesura nunca es positiva. Ninguna tendría fundamento en una sentencia que, además de jurídica, tiene también una lectura inevitablemente política.

Una de las claves será cómo, tras la presentación de la sentencia, cada uno sepa trasmitir su opinión. Dar la impresión de que se ha ganado es clave. Exactamente como sucede tras unas elecciones en que todos quieren ofrecer esta imagen. Sería lo más inteligente. Quizá algunos a los que la sentencia dé la razón en dos o tres aspectos y les sea un varapalo en los demás quieran destacar su triunfo sobrevalorando el significado de los primeros. Quizá quienes vean refrendados la mayoría de preceptos se presenten a sí mismos como perdedores, explotando un rol de victimismo improductivo y que no daría valor al avance en el autogobierno. Ambas posiciones serían erróneas.

Ojalá que más allá de la lucha partidista interesada y que todo lo inunda, exista sentido de país, responsabilidad, sensatez, positividad y, sobre todo, seny y lealtad ante el Estatut como norma de convivencia en la Cataluña plural.