Hace unos meses vi un pequeño yate en el puerto deportivo de Lisboa, en cuya vela se podía leer la inscripción: ´dura vida´. Los que allí estábamos tuvimos una reacción a medio camino entre la risa y la indignación, porque no sabemos si quien escribió las dos palabras estaba siendo irónico o simplemente descriptivo. Quizá los de tierra adentro minusvaloremos los esfuerzos que supone navegar por puro placer. Los políticos también llevan una vida dura y merecen descansar donde quieran, sin dar explicaciones a nadie más. Sus vidas privadas, como las de futbolistas, cantantes o dependientes de supermercado, deberían merecer el respeto y la discreción de todos. Lo único que es exigible a los políticos, por encima del resto de los mortales, es una actitud ejemplarizante. Y eso es precisamente lo que más eché de menos en el debate parlamentario de la semana pasada. En dos días recogí más de veinte ejemplos de lo que un adulto jamás debería hacer. Me refiero a hechos tan sonrojantes como interrumpir la intervención de otra persona, no escuchar a quien está en el uso de la palabra, tener preparada la respuesta antes de conocer el punto de vista del interlocutor, marcharse sin escuchar lo que dicen otras personas, proferir insultos a gritos y no obedecer las peticiones de respeto de quien dirigía el debate. Hubo algún momento en el que la sede parlamentaria parecía un aula de alumnado marginal y conflictivo, pero las ausencias son casi peores que el gamberrismo. No me pidan que confíe en las palabras de algunos, porque sus actos son más que suficientes para conocerlos. Por cierto, no parece que lleven una dura vida.