Tan rotundo como sencillo. Nada excelso, todo humanísimo. Hay recodos del camino que bien merecen una visita. Y ya saben ustedes, queridos lectores que me leen y hasta me comen, que no hay mejor posada, ni estadía, ni penitencia de boca, que las que se untan en pan. El pan del camino, caminito de Jerez.

A pie o en burra. En jaca los más señoritos. En landó el que lo tenga. De rodillas si de expiar alguna culpa se tratara. De noche o de día,… caminito de Jerez. De los Caballeros, por santo y seña. ¿Quién vive? ¡Jerez! La de las torres, la que cabalga mares sobre olas de encinas, la de aquí y la del plus ultra. Hecha de cal, en palabras de Luis Rosales; y de espuma de mar pacífico, digo yo, en palabras de ultramar. Tengo estampas extremeñas en las faltriqueras del recuerdo, algo mermadas como mi memoria, pero la que nunca se me marchita dentro es la aparición mágica de Jerez, recortándose sus torres en el horizonte, carretera abajo. Doce cascabeles… Me gusta volver a Jerez. Volver a ver. Volver a comérmela.

La Ermita era una ermita. Un restaurante con mayúscula en una ermita no tan minúscula. Desacralizada, o al menos vendida, en 1941. Ahora, un restaurante sencillo, pero con encanto, precisamente el encanto que le da lo singular de su emplazamiento. A pocos pasos de la plaza. ¡Ay plazas mayores de España! ¡Quién os tuviera siempre de la mano! Entre callejuelas, a la sombra del castillo. Dos portadas de sillería y un rotulito que ofrece gurumelos. Tres buenos motivos para entrar. Pero gurumelos no había. Como tampoco trazas de enterramientos. Dicen que los muertos se los llevaron en su día, cuando la ermita de la Vera Cruz dejo de ser tal. Así que, ni lo uno ni lo otro. Decepción.

El restaurante ha sido decorado con gusto algo irreverente: un confesionario por allí, una dolorosa por allá,… Bajo los oropeles del neoretablo come un grupo de gente emperifollada que me hace sospechar que el sitio goza del aprecio de las gentes pudientes (o medio pudientes) del entorno. Recuerden, sencillo, sencillísimo (al menos en lo que a pitanzas se refiere). Y así es en verdad. Carta corta, ausencia de cucharas, caldos y sopicaldos, nada de vinos de crianza por copas, gurumelos no hay y poco más. Pero el Cristo de la Vera Cruz que todo lo puede, allí presente en pinceles mortales, se apiadó de mí. Y no comí mal. Y me fue grato el ratino que allí pasé. Cristo, para obrar el milagro, se valió de unos rabos de cerdo en salsa. Al menos así se anunciaban. Preguntada la camarera por cuál pudiera ser aquella salsa anónima, no supo contestarme. Uno y trino, el tal moje resultó ser un océano, vasco y balboa a la vez, de aceite. ¡Gloria haya! Aquella media ración bien pudiera, por sí sola, alimentar a un tabor de regulares. Un plato como para que untara a entera satisfacción todo un colegio mayor. ¡Gloria hayan, la grasa, el cerdo, sus andares, la muy noble y muy leal ciudad de Jerez de los Caballeros y las guisanderas de palo y tente tieso!

Tan ahíto quedé que, la otra media, la de lengua de cerdo, en la misma salsa por supuesto, me tumbó sin remedio y ni siquiera acierto a recordar si buena o mala. Para los anales diré que la panzada principió con la morigerada refección de unas verduritas a la parrilla (sin más) y concluyó con la dulzura de una tartita de chocolate de la que tampoco guardo memoria. Todo a precios más de barra jocunda que de mesa mantelera.

Luego, desde el castillo, contemplando la Iglesia de la Encarnación, después de comer, pensé por un momento en lo triste que tiene que ser que los médicos (de la religión) no te dejen comer cochino. Jerez, rabitos de cerdo y pan, mucho pan. ¡Gloria hayan!

Las imágenes del restaurante La Ermita de Jerez de los Caballeros

Las imágenes del restaurante La Ermita de Jerez de los Caballeros