TQtué más quisiera yo que me gustaran los gimnasios. Debe de ser maravilloso ponerse estupenda, rodeada de cuerpos aún más estupendos y acariciada por la recompensa del espejo. Pero solo me gusta nadar y dar paseos. Lo primero no es nada estético, sobre todo en invierno, a no ser que la naturaleza te haya dado el cuerpo de Esther Willians. Llegas congelada de frío y te recibe el olor a cloro y desinfección. Te colocas las lorzas como puedes dentro del bañador olímpico que te hace parecer aún más blanca. Luego, las chanclas y el gorro, y así embutida y conteniendo la respiración, avanzas sin gafas en busca de sitio entre los que se hacen un largo a mil por hora y te avasallan y los que lo hacen a diez por año y te avasallan también. Andar es más digno, pero habría que dar la vuelta al mundo para notar efectos rápidos, si quieres que tu ropa no encoja sola en las bolsas de alcanfor.

Por eso me gustaría que me encantaran los gimnasios. Llegar eufórica y saltar al ritmo cubano dejándome la tibia y el peroné a punto de nieve. O hacer bici, sin necesitar luego ayuda para bajar al suelo. O dedicarme al aeróbic sin que mi cuerpo me indique a cada momento que no he nacido para bailar. Y mira que lo he intentado. Me he apuntado mil veces (algunas hasta he ido) y aún hoy sigo yendo. Pero no es lo mío. Allí todos se lo toman en serio y yo prefiero hablar mientras ando o cotillear en la escalerilla a punto de congelación. En el fondo la risa adelgaza y lo más sano es el sentido del humor. Para eso el único entrenamiento es empezar por reírse de uno mismo, que es bastante más difícil que apuntarse a un gimnasio.