Los jueves santos de mi infancia olían a empanadillas de atún y huevo cocido, a mejillones a la vinagreta, a ensaladilla de campo. Como no se podía comer carne, y todos odiábamos el potaje, mi madre se esforzaba por camuflar el pescado de mil formas distintas, igual que hacía con el pavo de Navidad que nos regalaban todos los años. El campo sabía a jara y escobones, a esas flores blancas que resbalaban entre los dedos y los dejaban pegajosos de pan y chocolate, de filamentos amarillos que entonces no daban alergia. El campo estallaba en rumores de sol y agua, mientras te quemabas la cara y la espalda, sin preocuparte mucho, porque lo del cambio climático y la capa de ozono no había salido aún de los cómics de superhéroes que gustaban tanto a mis hermanos. No hacíamos viajes largos durante esos días. Hay mucho tráfico, decía mi padre (más con visión de futuro que otra cosa) y es peligroso andar por las carreteras. Pero nos acercábamos a los empalaos de Valverde o a la catedral de Plasencia, y a las procesiones de otros pueblos, porque entonces Extremadura no estaba de moda y se podía aguardar en silencio en la plaza sin hacer fotos, solo esperando que los que habían hecho promesa salieran. De aquellos años guardo la costumbre de no moverme de mi ciudad estos días. Me gusta cómo huelen las calles en esta primavera fugaz que se nota sobre todo de noche, cuando queda un rumor de escobones y olor a cirio detrás de las imágenes. Me gusta observar cómo nos contemplan los que vienen de fuera, cómo descubren lo que para nosotros es tan cotidiano. En su mirada late un reconocimiento a lo que nosotros ya no sabemos ver.