TEtn un ejercicio de vanidad de la que no pretendo curarme, conservo una copia de cada contraportada que este diario viene publicando los miércoles desde que colaboro en él. A modo personal, me agrada saber que en un futuro más o menos lejano podré leer cómo era este presente que ahora esbozo en entregas semanales. Y lo mismo puedo decir, en el aspecto social, con los reportajes y las entrevistas ofrecidas en la sección a la última .

Mi contraportada preferida es la del pasado miércoles, porque desde siempre he sentido gran admiración por Mafalda. Cuando, imitando a la mayor de mis hermanas, empecé a leer sus historias, allá por el 73, precisamente el año en que el autor mató al personaje (supongo que por miedo a que el personaje lo matara a él), no imaginaba ni por asomo que algún día yo iba a Pensar en positivo , negro sobre blanco, justo al lado del entrevistado Quino , padre creativo de esa enfant terrible que se hizo célebre precisamente por razonar como un adulto (que nunca piensa en positivo). Tan terrible era, que en una ocasión le preguntaron a Cortázar qué pensaba de Mafalda y el escritor respondió que lo importante no era qué pensaba él de ella, sino qué pensaba ella de él.

Aquella niña argentina de clase media me enseñó entonces muchas, muchísimas cosas, pero sobre todo me enseñó a dudar. A hacerme preguntas. A indagar sin descanso sobre el mundo que nos ha tocado en suerte.

Hoy rindo homenaje desde esta esquina de prensa a ese entrañable personaje que coloreó con su inteligencia y sentido del humor una época en la que mi felicidad aún no estaba escrita en cubitos de hielo expuestos al sol.