La fortuna no siempre nos es propicia. En ocasiones nos da la espalda. Poder escribir estas líneas pasa por comer, al menos una vez a la semana, en condiciones, y eso, a veces, aunque se intenta, no sucede. Quien esto les escribe venía de un par de fracasos por las tierras del norte extremeño y aún no sabía que un tercero le acechaba en Mérida. Tengo dicho, humilde parecer, que en Extremadura se puede comer, al menos, tan bien como en cualquier otra región de España. Y en el lote va también el propio País Vasco. Ahora bien, resulta palmario que entre una buena mesa y otra las distancias no son las mismas en unas regiones que en otras. Gentes dispersas y bolsillos escuálidos, dos razones todopoderosísimas, capaces de justificar por sí solas algunas de las calamidades culinarias que nos asolan.

Y la tercera fue en la frente. De vuelta a Mérida, mi primer intento fue desconsolador. En un, supuestamente, bien considerado restaurante, después de tenerme quince minutos abandonado en un comedor desolado, entra una camarera y, al verme, pregunta, desganada, si quiero algo. Comer, le respondo. Hoy no servimos en el comedor, solo en la barra, me contesta. Mucho mantel y poco lerele. Eso en la capital del reino, en un magnífico avistadero de turistas, ¡ay del resto…! Vae victis, que diría el propio Apicio.

El cochinillo, excelente, aunque el corte no fuera el más bello.

Pies en polvorosa. Apremiado por la hora, pienso rápido y pienso bien. ¡El Parador! No enredemos más. Apuesta segura. Con todos los matices, con todos los peros que se le quieran poner, pero en caso de necesitar un urgente salvavidas culinario lo suyo es acercarse a un Parador y tocar el timbre. Puede que el Parador de Mérida no sea el más bello, puede que está algo ajado, puede que la carta se corta cortísima, puede que lo que aparece en el plato no sea para tirar cohetes,… pero es un sí o sí de la buena mesa. El sitio, el aire señorial, los patios, los salones, el servicio, las maneras,… la paz soberana. Es cierto que las sillas del comedor parecen sacadas del comedor del Castillo de la Mota cuando la Sección Femenina cantaba y rezaba por allí; es cierto, pero sentarse en una de ellas, mirar la fuente a través de los hermosos ventanales, perder la mirada en los jardines -aquel jardín de las antigüedades que levantaron los monjes hospitalarios siglos atrás-- y abandonarse al gozo de comer, es todo uno. Mención especial a la camarera, mi madre no me hubiera tratado con tanto mimo. Calma y mimo. Cinco o seis mesas ocupadas por gente con corbata, solo caballeros; tarjeta de empresa, supongo.

Comí un menú sencillo a elegir entre los platos de la carta. Dos tapas. Un arroz ibérico -con presa ibérica, criadillas de tierra y cardillos silvestres-- cuasi volcánico; más de uno le hubiera puesto mala nota por la potencia de los sabores que disparaba, pero a mí me pareció un cañonazo tan brutal como soberbio. El cochinillo excelente, aunque el corte no fuera el más bello. Y, de postre, repápalos con leche, que, sin ser los que hace Manuel Espada en Cáceres, lucieron con galanura. Bien atendido, mantel pulquérrimo y pan a elegir (sorprendente y sapidísimo el de pimentón). Pero el terremoto, la fortuna, que no siempre nos es esquiva, estaba en el vino: Haragán 2014. No lo había probado antes y me ha rendido. Un coupage (¡cómo se nota lo lelo que soy!) de dos uvas, tinta roriz (tempranillo portuguesa) y garnacha tintorera, a partes iguales. Me enamoré al primer beso de un vino suculento, hondo y bronco, un gran vino extremeño de personalidad definida y vibrante. Viene de Oliva de Mérida, de la bodega Pago de los Balancines, y viene a quedarse. Con ese puntito a confitura que, cuentan los clásicos, tenían los néctares divinos, con esas lágrimas gordas y torponas que desatan todos los placeres mundanos y con ese final elegante de las obras maestras. No duden en probarlo, les encantará. Eso sí, cuando todo falle, recuerden: siempre habrá cerca un Parador donde comer.

La degustación gastronómica en imágenes