Cuando Occidente era menos pedante, si había pan en casa las penas eran menores. Si tenías pasta, la desgracia solo rozaba. Luego el dinero se encargaba de alegrarte. Pero el mundo se está volviendo majara --pongamos que no lo estaba antes-- y las penas aquí parecen de juguete. Si no, no te explicas que los trabajadores que curran por salarios menguantes estén más callados que nunca en toda su historia. Ya les pueden recortar, quitar, subir precios. Los tíos sin decir ni mu, incluso dispuestos a quitarse del descanso semanal que tanta guerra diera a los Sacco y Vanzetti y a otros, más pobres pero pelín más protestones que nuestros queridos parados y sus burócratas representantes. Ellos a lo suyo, a cumplir con los patronos y a sostener a este feliz gobierno. En el extremo contrario, los señoritos del aire a dar la vara y a ponerse reivindicativos, que parece que a estas alturas van a inventarse la Comuna de París. Son tan ricos que les parece poca riqueza la suya, esa de setecientos mil euros cada año, que deben de dar para unas cuantas baguetes. Paradojas. Los sobrados con la pena --no se sabe de qué-- y los menguados contentos aunque no les llegue la paga para ponerle chorizo a los mendrugos de pan. El contrapunto al otro lado del mar, en el mismo Caribe, en un lugar que aún no había engullido el Occidente. Ahí sí, las penas son tan reales que sin pan desembocan siempre en lo más terrible. Creo que el mundo se merece una media esta semana, así que propongo recoger la mitad del sueldo de los controladores para pagar el pan de los haitianos supervivientes. Calculen: 2.300 controladores a trescientos mil euros de recorte cada uno. ¿A que da repelús multiplicar?