De pequeño ayudaba a mi padre a vender pescado en la plaza de abastos. Hacía un frío del carajo y entre eso y el olor a mil sustancias muertas me hice comisquero y un poco cínico, pero, a cambio, algunas cosas aprendí. Observé, por ejemplo, cómo los pescaderos viejos colocaban la mercancía como en los créditos de algunas películas: por orden de aparición. El sistema me resultó raro ya que el pescado rancio quedaba a la vista del público, mientras que el fresco se perdía en segunda línea, como un escritor de provincias, con poquitas posibilidades de promoción. También me di cuenta que a cada poco al rancio lo bautizaban con su pizca de agua y su puñadito de sal mientras que al fresco ni puñetero caso, así que un día no pude más y pregunté. Mi padre me miró con lástima, como si intuyera en mí un porvenir más negro que el traje de un cantor de fados y no supiera cómo decírmelo, pero me reveló el secreto: el pescado fresco, hijo, se vende solo, es al deslucido al que hay que maquillar para darle largas cuanto antes. Ah, coño: entonces lo vi claro. Desde entonces, ante una portada como la que ayer mismo sacó este periódico, repleta de políticos acusados de no sé qué trapicheo, voy y me digo: pescado viejo. Y no falla. Nos lo vendieron como mercancía nueva, pero qué va, en seguida dan olor. En seguida los ves pudrirse en tristes batallas sobre espías o agotando por un puñado de euros el prestigio que le dimos, camuflando con palabras ambiguas el hedor que dejan a su paso. Y te preguntas cómo con gente así conseguimos que el mundo, mal que bien, vaya funcionando. El secreto está en que debajo de estos tipos, por fortuna, hay toda una capa de gente útil, sustanciosa, honrada, haciendo que la rueda gire. Son el pescado fresco. A los que nadie pregona.