TEtsta vez ha sido en el instituto de Jaraíz, pero podía haber pasado en cualquiera, sobre todo ahora que leo que uno de cada cuatro profesores asegura sufrir agresiones en su centro.

Los imagino sin fuerzas, como dice J.J. Millás , abandonados en un territorio hostil del que todo el mundo ha desertado. Basta pasearse por nuestros institutos, sí, también por los de Extremadura, aunque no lleguemos a la violencia de otras comunidades. También aquí los profesores se sienten desautorizados por los padres, apartados por una sociedad para la que nuestra profesión ya no significa nada, insultados muchas veces por nuestros alumnos que vienen a clase como quien va a la guardería.

Se considera que es mal momento para que haya dimitido el equipo directivo, de Jaraíz, que hay exámenes finales, como si el curso fuera solo estos meses y no una sucesión de días tratando de educar a los hijos de todos. Y qué quieren. En un país en el que nadie dimite, hay que estar muy harto para tomar esa decisión. Imagino que lo han hecho desde la responsabilidad y el respeto a la profesión, pero también desde la desesperación más absoluta. Dimitir no es más que reconocer un fracaso, solo que en este caso, ese fracaso es colectivo. Tiene narices que la hermosa tarea de educar esté en manos de una de las profesiones más despreciadas.

No conozco de nada a esos profesores, pero en su desesperación estamos incluidos todos. Cien mil docentes tratan de hacerse oír en mitad del miedo. Son muchos. Y a pesar de la violencia y la ansiedad, trabajan por el futuro. Son el pan y la sal de nuestro sistema educativo. No les dejemos solos.