TDturante un viaje por Alemania, visité una localidad tan nueva como ilustrativa. Estaba cerca de una mina al aire libre. El avance de la explotación se había comido el pueblo antiguo obligando a trasladar a los vecinos a una villa de nueva planta. Algo parecido a lo sucedido en Alqueva con Aldeia da Luz o en Extremadura con Granadilla.

Lo que hacía distinto aquel pueblo alemán es que cuando empezaron a distribuirse las nuevas viviendas, el 85 % de sus habitantes pidió cambiar de vecinos: estaban hartos de los que tenían. Y es que a los vecinos se les acaba cogiendo manía: los padeces, te comparas, los envidias...

A lo largo de la vida, uno tiene vecinos variopintos. En mi caso particular, he vivido al lado de un caballero sordo que gritaba mucho y de una bruja que hacía exorcismos y ritos desconcertantes, siempre chillando, en las noches de luna llena. Las chicas de un cabaret alegraron mi patio interior un invierno muy lluvioso (nunca he vuelto a salir tanto a un patio interior). Ahora vivo muy a gusto porque estoy rodeado de seis recién nacidos y desde los tabiques me llegan expresiones muy divertidas: gugú, tatá, nené, pipí... Con vecindad tan prolífica, el índice demográfico extremeño no corre peligro y mi tranquilidad doméstica tampoco porque los niños me hacen monerías y me enternecen. Otra cosa será cuando crezcan, se conviertan en niñatos de la ESO y pongan al Melendi del momento a toda pastilla. Entonces habrá llegado el momento de imitar a los alemanes del pueblo minero.

*Periodista