TSter cacereño en Extremadura significa ser mangurrino, ir de hidalgo por la vida, creerte descendiente indirecto de algún duque o pariente lejano de cualquier marquesa. Ser cacereño en San Sebastián, por el contrario, es sinónimo de paleto, de maketo, de ignorante, de atrasado. El jefe de Región de un periódico donde escribí muchos años es donostiarra. Lo conocí recién salido de la facultad y al enterarse de que yo era de Cáceres puso una cara muy extraña. Meses después me explicó su reacción: en su casa, su madre, guipuzcoana de toda la vida, cada vez que él se comportaba de manera ineducada, dejaba la habitación desordenada o se mostraba huidizo y cerrado, le decía: "Hijo mío, pareces un cacereño". Su madre no conocía Cáceres ni a ningún cacereño. Empleaba el gentilicio como un insulto por tradición, tal y como había visto hacer a sus padres. Precisamente, la primavera pasada se reeditaba la novela Cacereño del escritor Raúl Guerra Garrido, que relata las vicisitudes de un emigrante de Extremadura en San Sebastián al que no se le llama extremeño, sino cacereño.

Los tópicos son así de estúpidos. Decir baturro no es decir aragonés, sino cabezón y brutote. Un siciliano no es un italiano insular del sur, sino un mafioso. El vasco es sospechoso de terrorismo y de odio hacia lo español y el catalán parece nacido para ser un egoísta que se queda con nuestro dinero y se aprovecha de España. Pero nada de esto es verdad, a menos que pensemos que, efectivamente, la madre de mi amigo donostiarra tenía razón en su idea de lo cacereño.