Cuentan por aquí que la mascarilla iguala a todos los mexicanos. Que hasta al más feo lo convierte, como mínimo, en interesante. Lo segundo es cierto, lo primero no.

Horas antes de que el secretario de Salud, José Angel Córdova, se atreviera a decir el viernes en su comparecencia diaria nocturna que la influenza solo mata al 1,2% de los infectados --cuando solo se han realizado 908 pruebas de los 3.000 casos sospechosos y todavía hay 85 cadáveres pendientes de analizar--, esta redactora y el fotógrafo mexicano Erik Meza se colaron en el Hospital General de Iztapalapa, una de las delegaciones más pobres de las 10 que forman el distrito federal. Para los tres millones de personas que viven en ella, este es su único centro hospitalario de referencia. El viernes, un solo médico, José Antonio Cuatzo Méndez, atendía las urgencias. La sala de espera estaba abarrotada de gente con más miedo que tos, pendientes de un doctor desbordado de trabajo, de rabia y de impotencia.

Combinación milagrosa

Ya podía el médico estar frente a pacientes como Leticia --de 32 años y con tres hijos--, a la que, pese a tener fiebre y tos y tras explicar que había estado con un joven que dio positivo, no le pudo hacer la prueba para saber si tenía la gripe, porque no había en el hospital. Bueno, sí había, pero bajo llave en el despacho del director. Tampoco le pudo dar gratis la combinación milagrosa de amoxicilina y ácido clavulánico que empieza a escasear y que tan bien está funcionando en la terapia de prevención de la gripe, porque la mujer carecía de seguro popular y de seguro de gratuidad. Le hizo una receta, sabiendo que no podría pagarla, y la mandó a casa. Le regaló una mascarilla.

Basta pasar unas cuantas horas, ni siquiera muchas, en este hospital para entender hasta qué punto falló el caótico sistema sanitario mexicano, cuyas autoridades tardaron en alertar de una epidemia de la que hacía días advertían sus médicos. No es cierto que se entregue medicamento a todos los mexicanos. A los pobres como Lorena, no. Y a los también muy pobres, como Mario de Novas Sierra, tampoco.

El doctor Cuatzo Méndez lo recibió en su consulta con bata, guantes y una mascarilla de alta protección que trajo de su casa porque no hay en el hospital, ni para los médicos. El joven llegó con fiebre y los ojos enrojecidos. En su trabajo hay tres enfermos de influenza , y uno es su mejor amigo. Contó que carece de seguros que le amparen y tampoco tiene dinero. Es un paciente de alto riesgo. Como a Lorena, el facultativo no le pudo hacer la prueba de la gripe, pero le regaló una alternativa. "Me dijo que, si empeoraba, me acercara por la noche a las urgencias del Hospital La Raza, que él estaría de guardia y que allí sí podría medicarme. Me dio hasta su móvil", contó Mario, al que las atenciones del médico sanaron más que el mejor de los antibióticos.

Tras dos días confinados en sus casas por indicación del presidente de la República, Felipe Calderón, los mexicanos del distrito federal empiezan a entender que las autoridades sanitarias, como no pudieron ni supieron controlar y aislar el virus, no tuvieron más remedio que controlar y aislar a la gente. Ni el jefe del Gobierno de la capital, Marcelo Ebrard, ni Calderón han tardado en colgarse medallas sobre lo bien que lo han hecho al decretar el estado de excepción en una ciudad a la que le han arrancado de cuajo la vida. No cuentan que el virus de la gripe A/H1N1 ha resultado ser, de momento, menos letal de lo que ellos mismos aseguraron para justificar la dureza de unas medidas que tuvieron que remediar la precariedad de un sistema sanitario al que, de momento, se le han muerto oficialmente 16 infectados.

Tan precario que el doctor David Valdivia de Lucía viajaba el viernes en la línea ocho del metro con la probeta de la prueba de un paciente en una bolsa de plástico llena de cubitos de hielo. Ese mismo día, la máxima autoridad de la ciudad mostraba orgulloso a un reducido grupo de periodistas, entre ellos esta corresponsal, el Hospital Enrique Cabrera, vaciado para centralizar a todos los pacientes confirmados. Había cuatro que hasta se dejaron entrevistar y que mostraron las radiografías de sus dañados pulmones, en medio de extraordinarias medidas de higiene.

Falsa rotura del pie

Nada que ver con las entrañas del Hospital de Iztapalapa. Tras simular el fotógrafo una falsa rotura de pie, estos dos reporteros vieron a médicos y enfermeras deambular sin tapabocas entre los enfermos. Así como las puertas abiertas y ningún aislamiento en el cuarto reservado para los cinco enfermos ya confirmados que hacía cinco días que dormían en el centro. A partir del lunes, el Gobierno de la capital autorizará que esta recupere poco a poco su vida porque sostienen que todo está controlado. ¿Seguro?