TEtl autobús urbano se detuvo y subieron varios estudiantes universitarios. El vehículo reanudó su marcha. Los viajeros acabaron de acomodarse y las conversaciones, que habían quedado interrumpidas o en suspenso con el trasiego, renacieron, aunque los temas eran distintos. El autobús venía de un barrio y las charlas habían versado sobre niños poco estudiosos, trabajos agotadores, madres enfermas y nietecitas espabiladas. Ahora, con la savia nueva universitaria, llegaban ecos de la última fiesta, el último examen, el último proyecto, la última mirada...

Pero poco a poco, sin gritos ni aspavientos, multiplicada por el peso de su intensidad, una conversación se fue imponiendo sobre las demás y al cabo de dos semáforos, el autobús había callado y sólo se oía a un estudiante que decía cosas distintas. Se dirigía a una compañera de facultad que asentía con voz dulce y hacía lo que el resto del autobús: escuchar. El muchacho explicaba que Cáceres huele a campo, que es una ciudad especial donde vas paseando por las calles y la fragancia de la yerba, el aroma del pasto y las lejanas notas de estiércol de oveja ahogan el acre del asfalto y el amargor del humo. La voz, que a esas alturas del viaje ya había acallado hasta el guirigay de la radio, alabó luego los ruidos de la noche cacereña, donde aún se puede escuchar el ulular de las lechuzas y el crotorar de las cigüeñas. Desgraciadamente, el autobús llegó a mi parada. Al bajar, giré discretamente la cabeza para descubrir al conversador sensible. Estaba sentado al fondo, seguía hablando con pasión, gesticulaba mucho... Era ciego.