A esta alturas de diciembre, a mí lo que me pide el cuerpo es que ya sea primavera en el Corte inglés. No es solo porque a las seis de la tarde sea noche cerrada, o porque el frío y la lluvia nos rodeen, apocalípticos avisos de los hombres del tiempo incluidos. No se trata de eso, no. En diciembre, la oscuridad y las heladas son normales, por más que se empeñen los vecinos en los ascensores. Tampoco es que me queje de las Navidades, ni mucho menos. En qué otras fechas puedes olvidarte del régimen sin apenas cargo de conciencia, intercambiar regalos, observar una sonrisa perenne en la cara de los niños y pasar tiempo con los tuyos (sí, ya sé que están las cenas de empresa y la familia política, pero nada es perfecto). Lo que me pasa es que pertenezco a la vieja guardia, esa tan antigua que conocía cuatro estaciones y compraba la ropa de temporada. Y los ritmos biológicos no se cambian tan fácilmente. Como tengo el cuerpo acostumbrado a un mes de Navidad, a los treinta días exactos se me rebela y anda preguntando que para cuándo la cuesta de enero y las primeras mimosas. Es que llevamos así desde noviembre, con los biorritmos sandungueros, hartos ya de cenas, petardos y campanillas de Santa Claus. No se puede jugar con el tiempo, no hay más que ver las películas de ciencia ficción. Por eso andamos desnortados, sin saber a qué atenernos, llevando vestidos con manga corta y cuello alto, y reservando para cenar en septiembre. Así que a mí lo que me pide el cuerpo es que sea ya primavera en el Corte Inglés. Pero que sea ya, antes de que llegue enero y tengamos que empezar a elegir los bañadores. No tenemos remedio.