Ha aparecido sin saber por qué en la mochila un libro de hojas ya amarillas, algunas plegadas en sus picos inferiores, con anotaciones al dorso y frases subrayadas con lo que seguramente debió ser un rotulador Edding 1200. En la primera página, blanca en su origen, aparece la siguiente frase orientativa: ‘Literatura, 2º de BUP C’. Enseguida, casi solo, se abre a la mitad por ‘A la primera luz que al viento mueve’, un poema que Lope de Vega escribió en 1624 y cuya primera estrofa dice así: ‘A la primera luz que al viento mueve, trágico ruiseñor en la ribera, joven almendro erró la primavera, y, anticipado, a florecer se atreve...’.

Es un placer maravilloso leer a Lope, aunque suene cursi o engolado porque nadie habla de Lope en las tertulias y todo lo llena ‘Rocío, contar la verdad para seguir viva’. Quedamos sin embargo aún nostálgicos de Lope y de la Ribera, donde un sábado más nos adentramos, esta vez junto a Rubén Asenjo Martín, de 43 para 44, madrileño con aire de chamán o de aventurero en selvas infinitas o de pirata a bordo de barcos que surcan los mares en busca de la isla del tesoro. «Ya me gustaría a mí ser chamán... Se me da muy mal calificarme, soy un tío de lo más normal», contesta con una sonrisa ante la sorpresiva pregunta.

Hace cuatro años Rubén se vino a Cáceres porque está trabajando en la Línea de Alta Velocidad, esa con la que tanto soñamos los extremeños pues nos parece que gracias a ella conquistaremos los oropeles del progreso. Él es responsable de las instalaciones de seguridad en el tramo que va desde Plasencia a Badajoz. El día que lo telefoneamos para concretar la cita de esta mañana lo pillamos a no sé cuantos metros de altura. «Perdona que te cortase tan de raíz, pero estaba en una situación algo peligrosa», se disculpa.

Y es que a Rubén se deben las instalaciones de las casetas de señalización, de cámaras y de controles de acceso para proteger las vías de posibles sabotajes. Lo cuenta de tal modo que nos parece un oficio fascinante. Pero no solo de AVE llena Rubén su vida, también de aves; aves que descubrió cuando un día al salir de su casa del Camino Llano se dio cuenta de que detrás de los altos bloques de ladrillo asomaba el eliseo cacereño.

Recuerda entonces su infancia, junto a su padre, que le inculcó el amor por el campo, junto a su madre, de Hervás, donde solían acudir de acampada. «Soy aficionado a la fotografía y un día me topé con la Ribera». Así de simple narra cómo empezó este idilio por un lugar que puede parecerse al comienzo de ‘A sangre fría’, la novela de Truman Capote: ‘El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman «allá»’

Y allá, en esa lejanía cercana que pareciera sacada de un capítulo de la obra maestra de Capote, corren las aguas del Marco, descubiertas por Rubén, extrañado de hallar esta rosaleda donde «asombrosamente no para la gente». Asombrado porque hay millones de motivos para que ocurra justamente lo contrario: entre ellos las miles de especies de pájaros o la tranquilidad de un edén que sigue siendo cuna de los dioses. «Había oído mucho hablar de Cáceres, pero nunca escuché que tuviera un río, hasta que lo descubrí». Qué ingenuos estamos siendo los cacereños dando la espalda a este mantra de la sabiduría.

El vergel

Rubén sujeta la cámara con su objetivo del que salen maravillas; porta sombrero, viste camiseta de camuflaje y carga al hombro una mochila. Su relato nos transporta al milagro mismo de la vida. «Aquí hay aves invernantes, estivales, estacionarias... todas ellas al lado del casco urbano, pero habitando un entorno privilegiado porque para ellas esto es un vergel».

Un cangrejo en la Ribera del Marco. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Entonces cita algunas de su lista innumerable, con nombres llenos de poesía: currucas rabilargas, carrasqueñas... Las oropéndolas acaban de llegar, espectaculares, llamativas, coloridas, como venidas del trópico, de dorados amarillos que dibujan una fulgurante nota de color en las arboledas ribereñas de Cáceres.

La lavandera, el martín pescador, las tarabillas, el gorrión, el verderón, los jilgueros, los zorzales, los picos de coral... Asoma poco a poco el verano y esta vez las garcetas están más reticentes porque la ronda este, que majestuosa se levanta a orillas del Marco, aún no les infunde la suficiente confianza. Han venido el colirrojo, el agateador y el estornino. Juguetean la paloma torcaz y la tórtola mientras el alimoche sobrevuela el azul del cielo.

No se miman los senderos, no hay rutas ornitológicas guiadas ni tampoco observatorios

Pero... está la Ribera tan sumamente abandonada... Es incompresible que nadie cuide este microclima que alivia agosto en sus choperas. Desde Fuente Fría a la Charca del Rey, la naturaleza se impone exponencialmente. Los gobiernos han ido pasando y no ha existido jamás ni constancia ni conciencia: maleza, carteles abandonados, descoloridos por el sol. Está todo tan abandonado que un día las nutrias terminarán emigrando en busca de aguas cristalinas. Poco se mantienen los caminos, nadie promociona, no con palabras sino con hechos, este paraje. No se miman los senderos, no hay rutas ornitológicas guiadas ni observatorios del crepúsculo. Andamos perdidos en debates que inundan el diario sin reparar en que aquí anidan y cantan los ruiseñores.

Nos despedimos de Rubén cuando bucean los cangrejos. De regreso a casa, Machado escribe en la mochila: ‘Un musgo amarillento le mancha la corteza blanquecina al tronco carcomido y polvoriento. No será, cual los álamos cantores que guardan el camino y la ribera, habitado de pardos ruiseñores...’