‘Hilo de trigo y agua, de cristal o de fuego, la palabra y la noche, el trabajo y la ira, la sombra y la ternura, todo lo has ido poco a poco cosiendo a mis bolsillos rotos’. El libro de Neruda vuelve a asomar en esta mochila que hoy retoma su vuelo entre las aguas malheridas del río de Cáceres mientras el picapinos taladra con su afilado pico las maderas de los árboles de la Charca del Marco, a orillas de la Huerta del Conde. Elástico, devora insectos y frutos con su sonoro ‘tchik’ y su ‘relincho’ apresurado y vehemente.

El tamborileo del picapinos marca el territorio y atrae la atención de las hembras cuando el sol despierta en la Ribera. Entonces los recuerdos se acumulan en nuestra mente cual madejas de lana con las que juguetean los gatos. A esa hora los hombres salían con los carros y las mulas camino de los hornos de la cal, industrias que utilizaban la roca caliza extraída de canteras cercanas para obtener por calcinación cal blanca y cal morena empleada especialmente para la construcción.

Eran empresas florecientes que empezaron a decaer con la llegada de las primeras cementeras. Había canteras por el camino de Maltravieso, en lo que hoy es Moctezuma, y también cerca del Marco. En ellas trabajaban los pedreros. Pedreros había muchos, de Cáceres y de Arroyo sobre todo; estaban Los Pintaos, El Cano, El Garrula, El Picardías, Loreto, Emeterio, Eduardo...

Los pedreros se dedicaban a hacer los barrenos con una barra de acero que se metía entre las rocas hasta atravesarlas. Para ello se utilizaban grandes martillos con los que se golpeaba hasta conseguir un agujero suficientemente grande que diera cabida al barreno. Una vez dentro, el barreno se rellenaba con dinamita, se ponía el detonador, la mecha y, ¡zaca!, la piedra se partía. Algunas piedras salían disparadas, para sacar otras había que utilizar palancas y a las que no terminaban de partirse se les ponía leña, se encendía fuego y con el calor acababan por abrir.

Una vez seleccionadas, las piedras debían trasladarse a los hornos de la cal, repartidos por toda la ciudad: Gómez Saucedo, Viuda de Rodríguez (que eran los de Plató), El Brigada, El Tranquilo, Juan José, Luis Ávila, los Mangut, los hornos de San Antonio, los de la Labradora, los del ayuntamiento, los de don Emilio Villar que era jefe de Correos... En Las Minas estaban El Miajadeño, Luis El Caimán, Mariño, Salgado, La Higuera, José Albuquerque da Silva, apodado ‘El Portugués’ (suegro de Pablo Expósito), El Peloto en El Marco, El Señorito, El Sapillo que estaba en la carretera de Miajadas donde estaba el Udaco, Requejo... y muchos más. Abnegados antepasados que con su esfuerzo lograron hacer de la cal uno de los negocios más prósperos de la capital.

La siesta era la hora sagrada de canto de chicharras y cabras amancebadas en los corrales de la Ribera

Algunos de esos hombres también trabajaban en las minas de Aldea Moret (un sector igualmente aniquilado), salían de los pozos a las seis de la madrugada, desayunaban y a las ocho se iban a los hornos de la cal hasta la hora de comer, después se echaban un rato y por la noche, vuelta a la mina, y así un día tras otro, sin sábados ni domingos. Entretanto, sus esposas recorrían las calles con cajas en las que recogían desperdicios que llevaban a los cochinos y con eso se ganaban el jornal.

Cabras en la Ribera. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Todo cuanto hacían las mujeres estaba dirigido al sostenimiento de sus hijos. Por las mañanas vestían la bata con la que emprendían las labores de la casa. A mediodía se ponían el mandil para guisar. Luego llegaba la siesta, hora sagrada; afuera el aire era plomo, narcótico silencio del campo donde cantaban las chicharras y las cabras se amancebaban en los corrales.

A su término, del armario emergía el mandil de la costura. Como era imposible pagar un costurero de mimbre, se valían de latas en las que ordenaban los ovillos, los dedales, las bobinas, las tijeras, utensilios todos que libraban del vertedero cualquier prenda de la casa porque era obligado el reciclaje. Con paciencia remendaban camisas y pantalones, les ponían las hueveras, las coderas, las culeras, las rodilleras con telas sobrantes. Nada escapaba a sus agujas, que cosían como se cose el amor, a bocanadas entre mares de sábanas blancas y plumas de almohada. Madres guerrilleras que lavaban las ropas de sus retoños, desinfectaban sus llagas, hacían punto y soleaban las bajeras de las camas tendidas en cuerdas atadas con una pica de lado a lado en las Tenerías Bajas.

Terminada la costura, del ropero afloraba la bata de la tarde. Mujeres humildes, pulcras (que la limpieza nada tiene que ver con la riqueza ni la mugre con la pobreza). A las puertas de la Ribera de Curtidores, hileras de sillas de anea donde platicaban en voz baja; sus maridos dormían y los muchachos jugaban con las ropas remendadas por el hilo enhebrado del amor en el parto ensangrentado.