El río de Cáceres

La maldición de las soldaeras

A las mujeres como ellas las llamaban las soldaeras, despectivamente les añadían el calificativo de ‘pendones desorejaos’ y las acusaban de ir detrás de los soldados para encontrar un marido que las subiera de posición social. Sobre sus alas cayó la maldición, cual mariposas de terciopelo encerradas en urnas de cristal

La mariposa

La mariposa / JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Miguel Ángel Muñoz Rubio

Miguel Ángel Muñoz Rubio

La mariposa blanca no era el bien, ni la mariposa negra era el mal... ‘¡Y entre mis dos mariposas, volaban verdes, áureas, infinitas, todas las mariposas de la tierra!’. El poema de Dulce María Loynaz es la antesala del compás de otra María, la Jiménez, la que cantaba como un himno, como un grito, con furia y con reclamo. ‘Todo lo que yo te haga, antes ya tú me lo hiciste. Y ahora, ¿qué quieres conmigo si tú para mí no existes? Aún yo soy mejor persona, pues no quiero hacerte daño, solo sé que no te quiero, mi amor se fue con los años’.

Los milicianos habían llegado en bandada al CIR como llegan al ártico Los Escribanos de Smith, aves sementales, promiscuas, que recorren campos y praderas en cuencos abiertos de hierbas y de juncos. Los soldados eran como ellos, unos pobres hambrientos de sexo en una tierra a la que los habían traído a la fuerza para cumplir con la patria. Los sábados por la tarde salían en busca de sus presas, y recorrían perfumados de pachuli la plaza Mayor, Cánovas y el Paseo Alto.

Entonces, a las muchachas de la Ribera, hijas de los hortelanos que trabajaban las fincas de los labriegos, les daban permiso sabatino. Ellos, con su pase de pernocta en el bolsillo y los reales suficientes como para emborracharse a chatos de vino en las tabernas, acudían a su paso. Las tenían registradas a sabiendas de que una vez muerta la honra del trofeo las abandonarían definitivamente a su suerte.

De entre esos reclutas, destacaba uno que aquel verano vino de Badajoz. El muchacho había estudiado y consiguió trabajo en un banco. Era apuesto, serio, enjuto, de hombros elegantes y manos poderosas. En el barrio vivía una muchacha cuyo objetivo era conseguir la libertad, abandonar la capital de provincia en la que se sentía prisionera y volar a otros mundos. Sin embargo, su padre, obsesionado por las habladurías sobre su hija, ejercía sobre ella tanta dominación que no paró hasta atrapar al que poco después se convertiría en su yerno.

Para ello utilizó todas las armas a su alcance, de manera que se las apañaba para salir antes de tiempo de la bodega y pasear con el joven. Se ponía la chambra y los anillos y recorría con él Mira al Río; le daba conversación y lo tenía entretenido.

Calabazas de la Ribera.

Calabazas de la Ribera. / JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Su hija había corrido de mano en mano como la falsa moneda. Lo hacía como tabla de salvación, porque la única manera que encontraba de prosperar era acostarse con hombres que pudieran darle el pasaporte que ella necesitaba para labrarse un futuro mejor. Hasta que apareció el de Badajoz y todo se paró. Meses después se vio en el altar. 

El destino quiso, no obstante, que a los 27 años ella enviudara. Se le abrió entonces otra oportunidad. Aquel al que nunca amó estaba bajo tierra y ella, en lugar de quedarse en Cáceres, condenada a ejercer de viuda eterna, desafió al fin a su padre y se fugó de la ciudad provinciana que cortaba trajes detrás de los visillos.

Ella se quería comer el mundo y se lo puso por montera. Comenzó a trabajar en una fábrica en Getafe y murió en una casa de alquiler, perdida su memoria y su rastro. Al menos, durante aquellos años en Madrid todos dejaron de cuestionarla, de juzgarla con la mirada perversa de quienes solo vieron en su rostro los labios del pecado.

A las mujeres como ella las llamaban las soldaeras, despectivamente les añadían el calificativo de ‘pendones desorejaos’ y las acusaban de ir detrás de los soldados para encontrar un marido que las subiera de posición social.

Su amiga no corrió mejor suerte. La comparaban con Elizabeth Taylor por su belleza. Otro de los reclutas no tardó en enamorarse de ella. Había venido de Barcelona y procedía de una familia media alta, era un pintor bohemio cuyo amor fue poco a poco disipándose. Él buscaba mundos más amplios porque aquí, a la vera del río del Marco, sentía que se iba empobreciendo.

Se casaron, tuvieron tres hijos, pero un día el hombre se largó con los niños y ella no los acompañó. No quería salir del amparo de la párvula capital. Con el paso del tiempo los muchachos venían desde Cataluña a visitarla, pero murió, mitad sola, mitad acompañada, tras haber ejercido su derecho y su libertad a vivir como siempre quiso.

Era la época del despegue español de los 60, años en los que las familias numerosas de la Ribera vieron emigrar a Francia, al País Vasco y a Barcelona a muchos de sus hijos. Las huertas se empequeñecían y sobre las soldaeras caía la maldición de ser siempre abandonadas. ‘Se acabó, porque yo me lo propuse y sufrí, como nadie había sufrido, y mi piel se quedó vacía y sola, desahuciada en el olvido. Y después de luchar contra la muerte, empecé a recuperarme un poco, y olvidé todo lo que te quería, y ahora ya mi mundo es otro’, canta María Jiménez en homenaje a las soldaeras, cuyas ánimas lloran por la Ribera entre bancales de calabazas y mariposas, malditas cual Madames Butterflys de terciopelo, encarceladas para siempre en sus urnas de cristal.