Pasado y presente

Navidad

José Antonio Barquilla Mateos

Nochebuena y Navidad están con nosotros, como una niebla con luces, como un turrón amigo, como una fiesta amable, un recuerdo que perdura y tiene luces e infancia, abuelas y candiles entre las sombras de las acacias, y una avenida con álamos y pájaros nocturnos; tiene olores antiguos, velas encendidas, aguinaldos, y estrellas que tiemblan de azules, y una luna fría con cara de madre.

Las navidades entre sombras líricas de antaño, con vientos que arrastran las hojas de árboles dormidos, en torbellino amarillo, y el resplandor de una aurora fría y rosa, y la plaza del pueblo con adorno y silencio, y el Belén que huele a establo e inocencia. El aliento de una vaca y un burro, que quizá no existieron, y ahora viven en cada Navidad, igual que las imágenes de José y María y el niño, más reales y más vivos, instalados en una infancia eterna, donde siempre es diciembre, y entre una niebla perenne suenan panderetas y voces niñas; y estamos nosotros y el niño que nos habita, aunque no seamos niños, cantando villancicos, abrigados de sombras, bajo una luna gitana, como si fuera un poema de Lorca, y el resplandor de una fragua que brilla solo en el recuerdo de una tarde provinciana con golpes de yunque, tintineo amigo en las mañanas de invierno, la hora vibrando en las afueras, más allá de las últimas casas, y un carro vencido desde un ayer sin recuerdo, clavado en la tierra, con el fantasma de la mula que tiraba de él, en la memoria de un anciano muerto de añoranzas, abandonado por las cosas, arrugado de años, con la soledad sin remedio de los ancianos, a la no llegan los afectos de ahora, y solo el pasado con sus caras vacías, con sus voces muertas, están con ellos, como una paradoja triste, como una farola sin luces.

Navidades entre la luz y la sombra de inviernos con niebla, campanarios y árboles con resplandores de estrellas, madrugada de esquila y badajo, olor a estiércol y a frío, mazapanes de infancia, zambombas y bufandas, abrigos viejos y niños de antaño que viven en la memoria de quienes los conocimos, años cincuenta o sesenta, niños que nos visitan de vez en cuando, o que nos habita siempre, porque somos nosotros mismos, que vivimos en todos los diciembres, entre la niebla de todas las navidades, donde viven todos los árboles de nuestra infancia, aireados de vientos, con susurros de hojas y recuerdo de pájaros, con la luna prendida en sus ramas, y una niebla que se deshace en las madrugadas de ahora, como el humo que se pierde más arriba del frío de todas las navidades.