el olor de una estación

Invierno extremeño

José Antonio Barquilla Mateos

Enero y el frío, enero y el hielo o las heladas, como el aliento más gélido de la madrugada. Enero como un prólogo para el año, que firma el invierno. Y la lluvia se ha parado en los estanques, ha completado los ríos y los pantanos, y ha hecho reír a los arroyos y ha dado vida al campo.

Ha llovido y la lluvia ha sido como un boca a boca a la tierra moribunda, un beso de madre, una caricia viva, una bendición. También ha humedecido viviendas viejas, ha anegado casas con goteras y habrá estropeado otras cosas. Nunca llueve a gusto de todos, eso ya lo sabemos.

Pero no es de lluvia de lo que quería hablar. Quería hablar del invierno en Extremadura. Así que ha venido el invierno como otros inviernos, de esos inviernos de antes, con sus fríos y sus heladas, y recuerdo de pastores y trashumancia, mastines de broncos ladridos, encinares entre la niebla, cacareo de gallos a la madrugada, aroma de café recién hecho, migas con torreznos, frite de cabrito, y campo, y más campo, cortijos y alquerías, y cercano, el pueblo, que huele al pan caliente de las tahonas y a estiércol de caballo.

Después de estos años atípicos, que hemos dejado atrás, las cosas parecen ir mejor, y esperamos vivir el día a día, con cierta normalidad, un poco alejados ya del espectro del tan mencionado coronavirus, afortunadamente, pero con la guerra como un trasfondo trágico asolando Ucrania, sin verse el final, un final sin desenlace feliz, como en todas las guerras, gane quién gane.

Pero Extremadura huele a invierno y a mañanas de caza y chimenea, y a soledades de niebla y aguanieves.