Ha muerto Juan Marsé. El más grande. Y en esa grandeza se dan la mano la magnitud literaria y la altura moral, aunque él se empeñara en no darse aires de nada, o se los daba en negativo, como los héroes cansados de las películas del Oeste o los gánsteres románticos que no dejaban traslucir sus sentimientos por pudor viril. Esos héroes que tanto le marcaron en su infancia. Marsé (Barcelona, 1933), Premio Cervantes 2008, falleció el sábado en Barcelona a los 87 años y deja tras de sí la estela legendaria de ser el narrador más influyente de la generación de los 50.

Ha muerto el autor de Últimas tardes con Teresa (rito de paso inexcusable para los buenos lectores) que lo catapultó en la tristísima España de los 60. Padre de esa Barcelona sin oropeles que el olimpismo del 92 quiso ocultar bajo la alfombra. Ha muerto el señor ceñudo que imponía a los periodistas que conseguían trabajosamente entrevistarle -no se prodigó en ello pero con los años aprendió a lidiar con ellas-, hasta que los plumillas descubrían que bajo esa apariencia hosca -no había que rascar mucho- vivía el niño sensible que fue el semillero de su mundo literario, aquel tiempo en blanco y negro de la Barcelona de posguerra que es la base de sus novelas. En las entrevistas, so pena de no conseguir una sola línea aprovechable, había que evitar vincular aquel pasado de perdedores y supervivientes con la nostalgia u obligarle a elucubraciones de intelectual, hacerle hablar de los significados de su obra. «No me gusta hablar de la faena», solía decir, rebajando la importancia de su obra, como un obrero o un artesano. No hay que olvidar que antes de vivir de la escritura, Marsé trabajó como joyero.

Origen novelesco

Lo que no se puede negar es que el escritor, nacido Juan Faneca pero adoptado por la familia Marsé, tiene un origen novelesco. La versión que al autor le contó su madre adoptiva es que ellos acababan de perder un hijo, nacido muerto, y a la salida del hospital un taxi recogió a los desventurados padres y el chófer, padre biológico de Marsé, les ofreció la criatura que acababa de quedarse sin madre.

Marsé superaba los 70 cuando gracias a su biógrafo, Josep Maria Cuenca, concluyó que aquella historia era inventada y él supo que en realidad su padre biológico y su padre adoptivo se conocían porque ambos militaban en Estat Català. Conocerlo no añadió ningún trauma en el escritor -siempre había llevado su adopción con naturalidad- y afirmó que Marsé, pese a saber que la historia del taxista era mentira, la prefirió siempre, apreciando su valor como protección. «Eso mismo es lo que hace la literatura con nosotros», dijo entonces.

Creció en el barrio del Guinardó, que marcaría la geografía de sus novelas, el territorio Marsé, un escenario casi imaginario y geográficamente pequeño, que se ampliaría a Gràcia y el Carmel. Allí, los hijos de aquellos que habían perdido la guerra jugaban a inventarse historias, las célebres aventis, a falta de juguetes.

Trabajando como joyero, y como buen cinéfilo, empezó a escribir críticas de cine y relatos. En 1959 ganó el premio Sésamo de cuentos y logró una beca para instalarse en París hasta 1962, donde trabajó como traductor, profesor de español, mozo de laboratorio en el Instituto Pasteur y empezó a imaginar la historia del charnego y la niña bien, Últimas tardes con Teresa, símbolo de la dicotomía entre la Barcelona emigrante y la burguesa, dos mundos que se convertirán en una constante del autor.

El obrero que escribía

De vuelta a casa y al taller de joyería, fue presentado en Bocaccio como una rara avis. El obrero que escribía, algo muy apreciado en el momento. Acabó detestando aquel lugar por la pedantería de su fauna (le dedicó un divertido cuento satírico, Noches de Bocaccio). Marsé prefería el sótano negro, domicilio de Jaime Gil de Biedma, que fue entonces su amigo del alma e interlocutor literario. Luego vendría la novela Si te dicen que caí, una de las mejor consideradas por la crítica y que solo pudo ver la luz en México en 1973, víctima de la censura. Aquí tuvo que esperar a que muriera Franco para aparecer en 1976, y a ella siguieron La muchacha de las bragas de oro (Premio Planeta 1978), Un día volveré (1982), Ronda del Guinardó (1984), El amante bilingüe (1990), El embrujo de Shanghai (1993), Rabos de lagartija (Premio de la crítica y Premio Nacional de Narrativa, 2000), Caligrafía de los sueños (2011), entre otras.

El padre de Pijoaparte aseguraba en 2016 que ya estaba cansado del oficio de escribir. Sabía que Esa puta tan distinguida sería su última novela y en ella aprovechó para tirar no pocos dardos contra la industria del cine español que «maltrató» su literatura.

Feroz antagonista de Jordi Pujol, siempre bromeaba con la idea de que si alguna vez escribía una novela sobre el procés le pondría por título Sentiments i centimets. Defendió un bilingüísmo militante-su lengua materna era el catalán pero la literaria, fue siempre el castellano-. Y lo hacía con una frase demoledora: «Yo hablo y escribo en la lengua que me sale de los huevos».