Hace muchos años fui a Nueva York. Allí hay librerías de todo tipo, como pueden imaginar, al final estamos en la capital del mundo. Del occidental, al menos, que es nuestra parte del planeta. En una de las más conocidas (visité muchas), la Strand, hay una tercera planta llena de primeras ediciones, ediciones firmadas, Paul Auster, Julio Cortázar, un ‘Historia de dos ciudades’ de Dickens por el que lamentaré toda mi vida no haber sido rica y no poder pagar los cuatro mil dólares que costaba… En otras estaban los libros obligatorios de Secundaria: Yukio Mishima, Pablo Neruda, Federico García Lorca, Chinua Achebe, William Shakespeare y sus Mark Twain y William Faulkner, lo que me hizo asombrarme del amplio espectro de lecturas con los que iban a salir los adolescentes de allá… hasta que gente que conoce mejor el sistema americano que yo me dijo que esos eran los libros obligatorios, sí, pero en qué barrio de Nueva York: que Manhattan no es Queens ni es el Bronx. 

Elegimos lo que leemos en función de nuestros contextos y nuestras oportunidades porque, aunque las bibliotecas sean públicas, se necesitan guías (lo mismo que yo necesitaría uno para disfrutar de un partido de fútbol, por ejemplo, en cualquier estadio). Luego, si hemos tenido suerte y hemos aprendido a leer y, antes de eso, si hemos nacido y seguimos respirando y tenemos un buen techo encima de la cabeza que no se nos cae y nos toca un país donde haya educación obligatoria (son muchos condicionales, sí), quizá nos guste leer. Quizá un autor nos haya llevado a otro y a otro y a otro. Y entren en nuestra vida como si fueran de la familia. Luego pasa que se muere Miguel Delibes y lloras.

En la casa de mi hermano mayor es Shakespeare, en la mía son Mark Twain y Dickens; en la de mi hermano pequeño, Cortázar, Espronceda, Faulkner.

La hipótesis clásica sostiene que la escritura nació de manera independiente en Egipto, hacia el año 3250 a.C., y en Mesopotamia, unos 200 años más tarde, así como en China y América -en el mundo maya- durante el primer milenio antes de nuestra era. Lo cuenta la arqueóloga Gwenola Graff, del Instituto de Investigación para el Desarrollo francés. 

Podemos aventurar, pero lo desconozco completamente, que la escritura surgió para dejar recados: compra melocotones, apaga el ordenador cuando te vayas. Esto es una anacronía y también lo permite la escritura, porque, en algún punto de la historia, sirvió para fabular y apareció la frase más hermosa del planeta: «Érase una vez».

Érase una vez una semana del libro con un homenaje a Francis Scott y Zelda Fitzgerald «con libros, discos de pizarra y cócteles y cuya alquimia funciona como una cápsula del tiempo para viajar a la literatura, música y cultura etílica de la primera mitad del siglo XX», como nos cuentan los de Aristas Martínez, que decidieron montar una editorial hace más de una década, Cisco y Sara, Sara Herculano y Cisco Bellabestia (sabemos su nombre real, pero nunca le hemos llamado más que Cisco). Será a las siete de la tarde en el Museo de la Ciudad Luis de Morales y quién no quiere ser una flapper por un día… 

Para que ocurriera todo esto, alguien tuvo que conservar. Alguien tuvo que pensar que esas historias eran conocimiento y crear los pergaminos e implantar un sistema de copias y más copias en los monasterios y antes, en el siglo II, un señor, en China, creó el papel. O eso es lo que nos cuentan en la red, tan llena de palabras: «En el año 105 d.C., el señor Tsai Lun, que era un empleado del emperador chino Ho Ti, fabricó por primera vez un papel, desde una pasta vegetal a base de fibras de caña de bambú, morera y otras plantas».

El conocimiento es algo frágil, inestable, vulnerable, efímero. Para que perdure hay que conservarlo. El papel, el pergamino y el papiro arden con facilidad (ya nos lo contó Ray Bradbury). Les sale moho. A las bibliotecas les caen bombas encima. A los libros pueden pintarles encima, los pueden robar, los pueden romper. Los archivos digitales tampoco salvan: se corrompen. 

Les acabo de contar la más potente historia de terror en un solo párrafo. 

Y, sin embargo, los que quieren destruir los libros (piensen en las quemas más famosas o en las guerras) y los que quieren conservarlos (gracias, bibliotecarios y archiveros) saben de su importancia esencial.

Podemos ir más allá: alguien decidió conservar unos libros y no otros, que unos autores y no otros (sobre todo, no otras) formaran parte del canon. Qué es lo que se conserva y qué se destruye nunca se deja al azar, salvo accidentes. Y ahora, con la red, estamos dejando en manos de corporaciones opacas todo nuestro conocimiento: piensen en Amazon. Almacenar y preservar son dos cosas bien distintas. Lo dijo Jefferson: «Aquel que recibe de mí una idea, recibe instrucción sin disminuir la mía; aquel que enciende su vela con la mía, recibe luz sin que yo quede a oscuras».

Los libros son esa vela. Las bibliotecas que los albergan son el gesto de encender un candil con la ayuda de otro. Y así, lucecita tras lucecita, la civilización se piensa.