Esta es una historia que comenzó la noche del 26 de enero de 1945 y terminó el 30 de abril de 1950 en el cementerio de Sevilleja de la Jara. En medio, cinco años de miseria, sufrimiento, penas, alegrías, camaradería, amor y traiciones, muchas traiciones. Esta es la historia de Elisa Paredes, la maquis manchega que vivió en la sierra y habitó tierras extremeñas con el sobrenombre de la Golondrina y a la que el escritor y profesor manchego Juan José Fernández Delgado le ha dedicado un libro, que fue publicado en el 2011 pero que este año ha reeditado Princesa Editorial, revisado y corregido.

Nacida en Campillo de la Jara, en la provincia de Toledo, a 44 kilómetros de Guadalupe, Elisa Paredes (en el libro se llama Dolores) tenía 17 años cuando se fue a la sierra con sus hermanos Germán y Gregorio obligados por su padre para encontrarse con la partida de Quincoces, momento en el que hace borrón y cuenta nueva en su vida, para iniciar otra en la que saltará de una sierra a otra, de un pueblo a otro, en la que aprenderá cómo no se puede creer en todos ni en todos, en la que sufrirá grandes decepciones y el dolor de la pérdida, pero en la que también encontrará amor y consuelo en Cuquillo, nacido en Castilblanco que, según el autor de ‘La Golondrina’, ya tenía dos hijos cuando se fue a la sierra y con ella tuvo uno que se vio obligada a dar en adopción (en el libro pone que a los dueños de un cortijo propiedad de un veterinario en Alía, pero en realidad fue entregado a unos pastores en Herrera del Duque que luego lo llevaron al orfanato de Badajoz hasta que fue adoptado).

Asegura Juan José Fernández Delgado, nacido en Aldeanueva de San Bartolomé, doctor en Filología Románica y que fue profesor de Literatura en Cáceres (Universidad Laboral), que todos los personajes, nombres, fechas, topónimos (salvo alguno inventado) y «fechorías» que se narran son reales y están documentados y que decidió escribir esta novela porque en una anterior, ‘La última página’, aparece el personaje de la Golondrina, «de vida breve y muy intensa», a la que su editor le pidió que le dedicase una obra y también porque Elisa Paredes era de un pueblo cercano al suyo.

guerilleros y pueblos

Por sus páginas vemos pasar, entre otros guerrilleros, a Yamba, de Cabeza del Buey, Chaquetalarga, Goyería, la Jopa, el Comandante Honorio, sus grandes amigos Perdiciones y Hocinos o el Muerto, yendo unos y otros de los Ibores a Helechosa de los Montes, a Herrera del Duque, Castilblanco, Navalvillar de Pela, Talarrubias, Benquerencia, o Villarta de los Montes hasta que nuestra protagonista encuentra cobijo y cierta tranquilidad en la sierra de Peñas Altas, localización esta ficticia pero que el autor sitúa en torno a Helechosa y el pantano del Cíjara, que en la novela está en construcción pero que realmente no se hizo hasta 1956.

Estas páginas también están llenas de sin sabores, penas, frustraciones y decepciones porque con el paso del tiempo se dan cuenta de que el PCE y el PSOE los han abandonado a su suerte, a la deriva, porque cada día mueren más compañeros y no solo a manos de la Guardia Civil si no también entregados por los camaradas que se unen a las denominadas ‘contrapartías’, o lo es lo mismo guerrilleros que dejan la causa, se entregan y ayudas a los guardiaciviles a localizarlos y matarlos, o en el mejor de los casos a detenerlos, con la promesa, no siempre cumplida, de una vida mejor y de alcanzar el perdón. Pese a ellos algunos como el Templao se resisten a abandonar, porque «Esta es mi causa, esta es mi vida», dice en un momento en la novela.

Estas páginas destilan también un hondo pensar, desolación y un sinvivir que le lleva a decir a la Golondrina: «Será que unos nacen para vivir y otros para padecer» o «será que este es mi sino, el sino que ya estaba señalado para mí el día de mi nacimiento».

Por estas páginas también transitan la resignación cuando comprenden, por fin, que el dictador les ha ganado la partida, que las fuerzas aliadas del extranjero no vendrán a su rescate, y una gran traición, la que sienten por el partido que llama «desertores y espías» a los que abandonan la sierra le cuenta Cuquillo a la Golondrina, a la que le dice que ya tiene asumido que la realidad es otra, que «Franco cada vez se asienta más». Se sienten ‘atrapaos’ , ‘vigilaos’ y ‘abandonaos’ y es hora de huir a Francia.

Pero estas páginas también son pura Extremadura, la de su jara, su tomillo, su retama, sus cortijos, su aire fresco, su bochorno en verano y frío en invierno, sus pájaros, sus pueblos y sus gentes, su forma peculiar y particular de expresarse, trasladando el autor en su obra vocablos admitidos en el lenguaje coloquial (’quedao’, ‘pa acá, ‘recibío’...) y sus sierras que dieron cobijo a estos guerrilleros que se entregaron a la causa de la libertad y lucharon por unos ideales, aunque también tienen su parte oscura, la parte en la que robaban en lo que ellos llamaban operación económica para tener comida, o ropa, en la que también mataban para defenderse o secuestraban para conseguir dinero para subsistir.

En esta historia de perdedores, resignación, amores, cansancio y amargura, en la que también tiene cabida el humor, como cuando la Golondrina reflexiona sobre cómo vienen los niños al mundo y cuenta a una amiga con la ingenuidad que da la adolescencia (se fue a la sierra con 17 años) que «yo siempre había creído que era la ‘autoridá, el alcalde, por ejemplo, quien repartía a los hijos», Elisa Paredes adoptó por nombre la Golondrina, porque «con su llegada venía también el buen tiempo... y era su venida la única alegría que el año me tenía ‘reservá». Y porque «las golondrinas tienen en sus plumas los dos colores de la vida, el negro y el blanco, aunque yo solo conozco y veo el negro por todas partes». Su amiga Carmen le dijo entonces que ya conocería el blanco, que «es el color de la paz, el verdadero color de la vida». Pero lo cierto es que en medio del verdor y luminosidad de la sierra extremeña solo encontró un color, el negro, el que acompaña a la muerte, pese a que su deseo siempre fue estar con el Cuquillo y sus hijos (al morir volvía a estar embarazada) en una casa «mía, humilde, sencilla», aunque al final el único verdadero hogar que conoció fue su refugio en tierras extremeñas.