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En mi atalaya

Me acostumbré

Aventuraba, como Machado, que mi hogar estaba apagado y, al revolver la ceniza, me quemé la mano; escaldado comprendí a Joselito: «Necio si te dejas coger por un toro malo» y me esforcé en ilusionarme con ella, para que ningún enfado fuera un Vietnam o, peor, la final de Copa Libertadores; me acostumbré a rencillas y reconciliaciones, tanto, que alguna vez compensaba el mohín con tal de hacer las paces, armisticios como señal de inteligencia.

Me acostumbré a ser amante y amado, a atribuir lo bueno de ella a su ser profundo y lo negativo a las circunstancias; comprendí que el amor se cultiva, planta que hay que regar, abonar y cuidar; el amor se demuestra con obras y la primera es pedir perdón, llave que arregla todos los rotos; cambié el «No compensa» por el «Vale la pena»; me acerqué de su mano a Betania y Caná (6 tinajas de vino como señuelo), porque los temas importantes de la vida saben mejor con la Thermomix por medio, placeres para los sentidos, alegrías para el corazón, felicidad en la conciencia; esa que transformada en soplo aviva la llama humeante, cambia los zarpazos en cosquillas e impulsa a oír el «Sí, tonto, te quiero»; me pareció entender que lo mejor que puede hacer un padre por sus hijos es querer a su madre, que la pasión se cultiva detrás de ella en Mercadona y siempre es buen tiempo para el «Vals de las Ranas», porque la ley del amor en su primer considerando lo impone sin medida, en el amor no hay mucho ni poco, o se ama o no se ama; sólo así se puede llegar al comienzo de Ana Karenina donde todas las familias felices se parecen unas a otras pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciado.

Me acostumbré a estar a su vera.

Me acostumbré a quererla, para sacar buena nota en el examen final.

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