El otro día aparqué malamente en mitad de un paso de peatones en la calle Hernando de Bustamante con la catastrófica consecuencia de que la policía municipal, con toda la razón, me multó. La verdad es que lo hice pensando que era solo un momento pero alguien, ciudadano ejemplar (me inclino más por ciudadana), fue más rápido que yo y me denunció nada más malaparcar. En condiciones normales no hubiera ocurrido nada pero el chivatazo me va a costar unos cuantos euros y menos mal que mi esposa, que no lee esta columna, no se enterará porque de lo contrario sería un chiste lo de Crimea. 

De Pelín me puedo hacer cargo pues él de multas sabía un rato (psit, psit). Con la infracción he quedado en evidencia ante mis amigos que susurran aquello de que mira que soy burro, que una cosa es predicar y otra dar trigo, que mi circulación es infame (eso me ha dolido), que el mérito es portarse bien cuando nadie te ve pero que se veía venir pues quien lame el cuchillo pronto se corta la lengua. Bueno, pues ya está, me la he cortado. Constato que por ahorrarme unos euros en el parking de Fernández López ahora pagaré muchos más (el 50% si lo hago pronto) y que mi prestigio como faro moral y figura respetada entre mi peña ha quedado multado (valga la redundancia).

Lo cierto es que por la calle Francisco de Almaraz, Plaza de Luis Chamizo (añoro el mercado) y la continuación del Callejón de la Amargura no hay quien aparque (bien). Ahora que si el soplón (o soplona) que me denunció viviera en Marquesa de Pinares se hartaría de chivarse porque allí los conductores van haciendo un Alaska cantando eso de a quién le importa lo que yo haga, a quien le importa cómo yo conduzca (o aparque). Si como hizo el hoy primer ministro de Portugal, el socialista Antonio Costa, entonces candidato, organizando una carrera entre un burro y un Ferrari para demostrar el desastre del tráfico metropolitano en Lisboa se hiciera en Marquesa de Pinares el resultado sería el mismo. Ganaría el burro.