De repente, como en un vórtice fugaz, hemos cambiado el paisaje. Después de esos días de calles, nazarenos, hábitos blancos y morados, imágenes acompañadas de chirimías y tambores; después de una primavera ventosa, fría, seca y exasperante, hemos viajado unos días a los países del agua.

La Cordillera Cantábrica: Asturias y Santander. Ellos tanta, tan beatífica lluvia, y nosotros esta sed pertinaz e incesante. Algo más tarde que la del alba sería, cuando en Gornazo nos juntamos con los compañeros de andanza. Y con un cielo bajo, oscuro y que, sin lugar a dudas, amenazaba lluvia, partimos, Torrelavega adelante, hacia San Vicente y luego Llanes; y de la linda villa costera hacia el interior, hacia esas alturas, que siempre nos asombran, de los Picos.

A unos cuantos kilómetros de Posadas de Llanes y un buen número de curvas, un pueblito de doce casas, en medio de la arboleda y sobre la vertiente encajonada de un río: el río Casaño, que sonoro y estruendoso, corre hacia el Cares. ¡El Cares! ¿Recordáis, amigos Andrés y Antonio, aquella escurribanda, tanto hace ya, que hicimos hacia el corazón de la montaña? ¡Cuánto habrá llovido en este paisaje bellísimo!

Dejamos los autos en el pueblín silencioso y, con plesiglases, goretexes y paraguas, emprendimos la caminata por una senda, más bien tortuosa por lo resbaladizo, paralela al cauce de las traslúcidas aguas del Casaño. A veces, cabañas, hermosas construcciones de piedra que, seguramente, en otros tiempos estuvieron habitadas por las gentes del monte. Hoy las cabañas ofrecen la triste realidad del abandono. La vida pasó por allí, pero se fue, como las aguas del río, y el paraje ofrece, no más, la serenidad del silencio y la quietud de algún céfiro que mueve, tenue, las hojas de la arboleda.

Camino de vuelta, y un refrigerio de circunstancia en el humildísimo pórtico de una iglesiña rural al son de la llovizna. Luego, Arenas de Cabrales, y algo más hacia levante, Panes. En la bella villa del oriente asturiano, cafelito caliente en el bar donde los paisanos le dan al naipe eterno de la eterna tradición hispana: tardes de taberna en torno a un velador y partida de mus o tute. Señas de identidad, ¡qué córcholis!

Atrás dejamos, camino de Unquera, la atracción inefable de esas alturas misteriosas que tanto y siempre nos han causado una impresión inextricable en el ánimo. La tarde brumosa de la lluvia caía ya sobre la mar rizada de la costa santanderina, cuando desde San Vicente nos desviábamos hacia el tráfago industrial y pestilente del Sniace de Torrelavega. El zarpazo desabrido del progreso es ineludible.

Santander. En la rotonda de Puerto Chico se yergue, imponente y majestuosa, la bandera de España. No sabemos por qué ni cómo, ¡o sí!, un pálpito nos zarandea las entrañas sentimentales al contemplar esos metros de tela roja y gualda zarandeados por el viento. Roma, los godos, Covadonga, León, Castilla- dejemos eso ahora y contemplemos cómo, desde La Albericia hasta La Magdalena, la lluvia cae sobre Santander y se olvida de los Llanos de Cáceres que, exhaustos y abrasados, claman por el agua redentora.