Su abuela callaba cuentos. En la España de posguerra ocurría lo mismo que en la España democrática: que todo es mejor no meneallo, que se debe (sobre todo si te han parido mujer) permanecer discreta y en silencio, no significarse (no puedo contar la de veces en que me han dicho esa frase, incluso cuando chocaba con la más rasa ética profesional: es la forma más precisa de autocensura), porque cualquier cosa que las significara podía costarles la vida. Su madre también calló, porque era gallega y hablar en gallego, o tener acento andaluz o extremeño, era ser considerado inculto. Recuerda una nana, «porque las mujeres, obligadas a callar, cantan».

Ana Cristina Herreros nació en esa familia de mujeres silentes y descubrió que quería tener voz. Es filóloga, leonesa (esa tierra en la que el filandón -una reunión tras la cena para contar cuentos- sigue existiendo), escritora. Se hace llamar, también, Ana Griott: un griot es un transmisor de tradición oral en los países del centro de África. Ella se dedica a eso: a recoger cuentos. Y, con una historia sobre el ratón Pérez para niños que tengan más de tres años, hace un tratado de mitología comparada, porque los aborígenes australianos también tienen su propio ratón de los dientes. En España, el roedor consiguió nombre en el siglo XIX. Son ritos de paso de infancia.

Las historias son las mismas en muchas partes del mundo. Si en un lado aparece una serpiente pitón, en el otro es un oso polar. Las hadas, las hechiceras y las brujas son todas ancianas y, por tanto, sabias, en todo el planeta: lo de que ahora las pensemos jóvenes y guapas es una consecuencia de que la factoría Disney las ha dibujado así. No tienen marido: algunas eran viudas. Demuestran que se puede vivir sin un hombre, que no hace falta un hombre para la mujer. Los cuentos también nos enseñan que los pequeños triunfan. En el Sahara, los protagonistas son erizos, diminutos. En Mozambique, conejos, que no tienen garras pero que sobreviven en la selva, como los erizos en el desierto, gracias a su inteligencia y a su humor.

Los cuentos que Ana Griott recogió en Mozambique se los contaron los albinos. Nacer albino en muchos países de África es una maldición. Socialmente se les considera menos que humanos, y son llamados hijos del diablo, ‘zeru-zeru’ o fantasmas. Se comercia con partes de sus cuerpos. Con las manos, los pies, los órganos sexuales, la lengua, el pelo. Si violas a una albina, te curas del sida. Detrás de todo esto no hay solo creencias de tribus y ritos atávicos: está el comercio con órganos para los occidentales que necesitan trasplantes. Y esos órganos, denuncia Herreros, se venden en Europa y en Estados Unidos.

Ella ha estado recogiendo sus cuentos para demostrar que no son espíritus, porque la capacidad de narrar es inherente al ser humano: los espíritus no hablan. No crean. No inventan. También recopiló cuentos del Mediterráneo que sirvieron para el proceso de paz en la antigua Yugoslavia: para que los ciudadanos descubrieran que la tradición serbia, croata, la montenegrina, la kosovar, bebían de la misma fuente.

Todos los relatos que nos contamos son política, en sentido estricto. Definen nuestro lugar en la sociedad, quiénes somos ante los demás y ante nosotros mismos, cuál es nuestro papel y si ese papel puede o no cambiarse, con qué expectativas soñamos, nuestras tentaciones, nuestro poder individual y colectivo, si nos pensamos en el centro o en la periferia de qué espacio habitable.

Muchas de estas historias las ha contado el cine. Hace mucho, Tim Burton firmó una película que hablaba, precisamente, sobre el hecho de narrar: se llama Big Fish. El cine ha ido cambiando relatos: dentro y fuera de la industria. Y eso es lo que ha hecho falta, también, para conseguir avances sociales: la lucha, sí (la lucha obrera, la anticapitalista, la feminista), pero la lucha que surge porque alguien contó la misma historia de siempre de otra manera: de otra manera posible. En el principio siempre es el Verbo. Que alguien diga, y los otros asuman, que el relato no transcurrirá por el cauce de siempre. Que un pueblo dominado puede no estarlo. Que la ablación no es cultural. Que los albinos no están malditos ni son espíritus. Que las mujeres han de ser independientes controlando la formación y el dinero. Que para escribir hace falta independencia y una habitación propia.

En el principio hubo una cámara oscura y una linterna mágica y dos jovenzuelos de poco más de treinta años que inventaron cómo proyectar imágenes en movimiento. Hace 15 años, para ser memoria de una región a la que siempre la han contado invisible, nació la Filmoteca de Extremadura, con sus entradas a un euro y su cine de todos los lugares. Este, sépanlo, es un cuento cuya historia recién comienza...

Ana Cristina Herreros. ‘La asombrosa y verdadera historia de un ratón llamado Pérez’. Viernes, 4 de mayo. 18.30 horas. La Puerta de Tannhäuser (Plasencia).

Quince años no es nada. Gala de la Filmoteca de Extremadura. Viernes, 4. 20.30 horas. Sede de la Filmoteca en Cáceres.