Desde el decreto -el 14 de marzo- del confinamiento español del covid-19, en Extremadura no he visto noticias en los medios, ni de los artistas de teatro a los que se les habían anulado las funciones, ni de la Consejería de Cultura paralizada por esta realidad anormal. Todo un silencio impropio al respecto de la compleja situación, que he sentido tan destructivo como la propia pandemia. Cuando se acercaba la fecha del 27, Día Mundial del Teatro, que es un día de reivindicaciones, y ya algunas asociaciones de las artes escénicas de otras comunidades empezaron a hacer frente a la situación de la crisis con propuestas de prevención, enviados al ministerio y consejerías de Cultura de las regiones, me dieron ganas de escribir, como lo he hecho otros años, pero creí que, esta vez, era el colectivo de artistas extremeños afectados quienes tenían motivos suficientes para manifestar públicamente sus preocupaciones de ser un sector cultural y artístico de pequeñas empresas con trabajadores intermitentes, sin salario fijo, sin contratos estables y faltos de un marco legal que contemple su actividad en los ámbitos laboral, tributario y de protección social. El pasado año publiqué ese día en varios medios La política teatral extremeña, paraíso de la arbitrariedad y la impunidad, artículo que denunciaba la eliminación por la Consejería de Cultura del Plan de Acción Teatral Educativo en la Extremadura Rural, después de 25 años de fecunda actividad ininterrumpida. Una metedura de pata (no enmendada todavía) de sus responsables culturales -Nuria Flores, Mirian G. Cabezas y Tony Álvarez-, haciendo tragar un enorme sapo que no cabía en el plato al presidente Fernández Vara, mirando para otro lado.

En este mes de abril, desde mi confinamiento, he podido observar que las medidas para resucitar la cultura en general y concretamente las Artes Escénicas, han seguido fatalmente entorpecidas, retardadas y con sus artistas más vulnerables bordeando el abismo económico. Parece que no ha sido fácil encontrar soluciones inmediatas por parte de las instituciones, que andan patéticamente a la gresca (entre el gobierno central y las autonomías por ser las primeras en desescalar), con argumentos por cómo se afrontará la crisis y qué medidas se adoptaran para relajar el confinamiento y relanzar la actividad económica. Argumentos dilatorios que para las Artes Escénicas amenazan con un peligro real de supervivencia.

En Extremadura, que se cumplen ya dos meses de silencio de la Consejería de Cultura (aquí no parecen saber eso de que las crisis hacen emerger a los verdaderos líderes y retratan a quienes se esconden ante la adversidad), la única noticia pública que se recibe es de Jesús Cimarro, líder allá en Madrid y acá en la colonia -tal vez por la gracia de Iván Redondo y de los políticos extremeños, Monago y Vara-. El empresario vasco/madrileño, que ha estado haciendo pedagogía asesorando a los políticos de Madrid y de Extremadura (sin explicar debidamente por qué se han suspendido los dos festivales teatrales más importantes del mundo: el de Edimburgo y el de Aviñón, que se celebran en el verano), declaraba que si el 15 de mayo se levantaba el confinamiento en julio se podía hacer el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida.

Para mí, no es de extrañar que Cimarro quiera agarrarse como un clavo ardiendo a que se celebre el evento. Es su gallina de los huevos de oro. Y para salvarlo sólo ha hablado de ajustar fechas y acomodar espectadores. Ahora bien, para quienes conocemos los sistemas de producción de las obras de calidad que se montan en el espacio del teatro romano, no creemos que se puedan representar espectáculos en julio, en las fechas que dice, a menos que siga montando esas funciones casi sin ensayar, con artistas del famoseo patrio (como fueron los bodrios del año pasado de Rafael. Amargo y de Concha Velasco, que para colmo los consideró sus estrellas del festival). Con mucha suerte, tal vez pudiese hacer un festival reducido en agosto. Algo que también dudo ahora que el presidente Pedro Sánchez está anunciando que hasta finales de junio no se habrá terminado el plan de desescalada que permita la movilidad de la población.

No obstante, me gustaría que se pueda hacer el festival, no deseo que haya un rebrote del virus, que me haga pensar que la suspensión podía ser debida a un castigo bíblico de este año a Cimarro, por haber aceptado a dedo la prórroga de la dirección cuando había un concurso en marcha que tuvo que ser pospuesto, y al alcalde de Mérida Antonio Osuna, por haberse otorgado con toda la cara la Medalla de Extremadura, en el peor momento estético y de embrollos administrativos del evento. Si el festival sólo tuviese cabida en agosto, sería relevante dedicar esta edición a que la participación extremeña fuese mayormente apoyada (como se va a hacer de forma especial en otras comunidades ayudando a sus artistas). En este mes podrían participar en el teatro romano las dos compañías extremeñas seleccionadas que estrenan cada año junto a otras dos compañías producidas por Cimarro. Y en las actividades paralelas de animación se potenciarían los pasacalles y el teatro infantil de temática grecolatina. Y, por supuesto, no dejar la actividad descentralizadora en los espacios romanos de Medellín, Regina y Caparra con obras de otras compañías extremeñas de la edición anterior. Todo con la mitad del presupuesto aprobado. Con la otra mitad, que debería sumarse a los presupuestos asignados a las Artes Escénicas de la Consejería de Cultura, se podrían reforzar las campañas de representaciones y de formación teatral de espectadores objetivos. Sería una buena solución para que el sector de las Artes Escénicas extremeñas se recuperase del terrible cerrojazo forzoso temporal que ha desatado la pandemia.

De la Consejería de Cultura, que como dije, nada se ha sabido en los medios y tampoco de las dos asociaciones de teatro y danza -que reúnen alrededor de 50 compañías-, para algunos artistas consultados tanto silencio algo da que pensar en incompetencias, adocenamientos y sospechas de esas atmósferas repugnantes en donde medran bastantes con un grado máximo de vileza ética y estética. Sólo en la última semana apareció un manifiesto firmado por la cantante Pilar Boyero en representación de cien empresas musicales de ocio y cultura, dirigido a Fernández Vara y a las instituciones culturales, con una serie de medidas urgentes de contingencia para atajar la crisis. Tal vez, porque pocos días antes diversos representantes de empresas del espectáculo tuvieron una reunión telemática con la consejera de Cultura y la directora de las Artes Escénicas, resultando la entrevista un caos total, en la que no se llegó a ninguna conclusión. La consejera, que se fue antes de terminar el debate, dando a entender que sobre de las propuestas sugeridas -que fueron muchas y muy diferentes- tenía que hablar antes con el ministro (que había citado a los responsables culturales de las comunidades) para tomar sus decisiones. O sea, dando largas a más semanas de preocupante inacción y los artistas sin saber todavía si recibirán el oxígeno económico con urgencia.

Hasta el último día de abril, la Consejería de Cultura ha seguido sin reaccionar. Y uno se pregunta: ¿Qué piensa hacer con el presupuesto cultural aprobado que nada tiene que ver con el ministro? En estos dos meses de pandemia, no se ha entendido la actuación silenciosa de las responsables culturales de esta institución (que son servidoras públicas, según les recordó Vara el día de su investidura). Como no se entiende que el presupuesto de Cultura, que fue creado para fomentar el trabajo de los artistas profesionales, no haya utilizado en estos momentos tan críticos. Y estén ahí sin hacer nada eficaz, cobrando y mandando, los políticos culturales y funcionarios que no funcionan. Ante esta gran ironía, de que sean los artistas los que injustamente no reciban nada, la Consejería de Cultura debería desaparecer hasta que termine el confinamiento y se pueda reanudar la actividad cultural.