La cuarta colaboración entre Martin Scorsese y Leonardo DiCaprio se vuelca, más que en ninguna otra con la excepción de El aviador , en las capacidades interpretativas del actor con el que el director se siente más cómodo: ni con Robert De Niro o Harvey Keitel, sus comodines de los años 70 y 80, enlazó tantos filmes juntos y elaboró tantos personajes para que fueran explotados por las dotes, limitadas, de DiCaprio.

El agente federal que interpreta está casi en todos los planos del filme, algo que tiene su lógica dada la resolución del relato. Shutter Island , cuya acción transcurre en un centro para criminales dementes en 1954, está planteada como atmósfera de cine de terror, una mezcla genérica en la que se siente cómodo por que le permite invocar a muchos de sus referentes: la producción fantástica de Val Lewton Bedlam , que acontecía en un manicomio, o el filme de Sam Fuller Corredor sin retorno , que era una exploración a lo bruto de la locura, por no citar El gabinete del doctor Caligari , clásico expresionista que, al parecer, estuvo en la base de todo.

El resultado es desnivelado, con unas texturas sugerentes que contrastan con la artificialidad de sus efectos especiales en los sueños escabrosos. Convierte el psiquiátrico en un cuerpo orgánico, una sucesión de espacios laberínticos y estancias góticas. Porque la idea última es la de restituir la imaginería gótica del género, por lo que no faltan el cementerio, la cripta, la tormenta, el acantilado y el faro, elementos constituyentes de tantos relatos góticos.

Scorsese no logra conferir al producto todo el misterio necesario, pero la película tiene algo más que corrección en sus bien encajadas imágenes. No es el Scorsese de Taxi Driver , pero hay en Shutter Island algo de ese autor desbocado y atrevido que dibujó hace años un nuevo panorama para el cine de EEUU.