‘Coppélia, cuento de la niña de ojos de porcelana’

Por Karlik (teatro-danza), es una versión infantil renovada en algunos aspectos por un lenguaje modernista que imprime la dramaturgia y dirección de Francisco Negro y Cristina D. Silveira (que monta la coreografía), pero basada sobre la original de Arthur Saint-León (París) y con el soporte imperecedero de la música de Leo Delibes. Interviene un elenco de siete actores y bailarines desarrollando a medio camino una suerte de teatro infantil, bocetado en lo tierno y fresco, sobre la conocida historia clásica del inventor loco —Doctor Coppelius— creador de muñecas bailarinas de tamaño real que hacen creer que son personas. En la puesta, tratando de embelesar a pequeños y mayores, destaca el sello propio inefable que vibra en las coreografías de la Silveira, bien arropada por la luminotecnia de David Pérez. Y Elena Rocha (Swanilda/Coppélia) interpretando con convicción a la muñeca de ojos de porcelana.

‘La ridícula idea de no volver a verte’

Por Arán Dramática, un monólogo rico en experiencias humanas y sutileza poética, basado en la novela del mismo nombre de Rosa Montero, adaptado y dirigido por Eugenio Amaya, donde se muestran pasajes autobiográficos de la pérdida del esposo de la escritora mezclados con otros de la vida de Marie Curie en un mundo marginado de la mujer. El espectáculo, fraguado con la esperanza de dar voces a muchos buenos sentimientos, a través de la excelente interpretación de la actriz María Luisa Borruel, tiene debilidades que impiden su consideración como logro en la puesta en escena. La sobrecarga retórica que acusa el texto (esos toques Wikipedia de datos sobre la Curie) y el encefalograma plano del montaje, hacen que el monólogo —de 80 minutos— se haga fatigoso e interminable en espacios que no hacen sentir la intimidad requerida de la actuación. En el Gran Teatro resultó una función fallida, de esas que suelen producir estragos en la sala —de bostezos y cabezadas— a un público de la Muestra que antes había visto cinco obras en el día.

‘Monstruos de amor’

Pablo Molero (danza), con un elenco de seis intérpretes bailarines ofreció una original coreografía sobre un tema clásico de confrontación de lo espiritual y lo perecedero, fundada en la creencia de Bushido, código ético insustituible para conocer lo que se esconde en el trasfondo del alma y la filosofía de Japón. El espectáculo, tal vez inspirado en textos de Inazo Nitobe, intenta revelar el modelo de conducta de los guerreros samuráis, del ‘retorno del espíritu del soldado fallecido’ que se producía cuando existía un comportamiento inadecuado que no permitía dejar el mundo terrenal con el honor impoluto. El problema de este trabajo está en el desconocimiento de los textos por la mayoría de los espectadores, que no se enteran de nada más allá de una danza que sintetiza lo mejor de unos cuerpos en movimiento y variaciones intimas, para contar la historia y expresar los sentimientos de los personajes con excelentes instantes de plasticidad en el conjunto.

‘La isla de los esclavos’

Por Las 4 Esquinas Producciones, versión de Juan Copete sobre una comedia amable del francés Pierre de Marivaux (1688-1763), que trata de amos y siervos obligados en una isla a intercambiar por un tiempo sus papeles a fin de conocer mejor al otro y así entenderse. La obra se sirve de formas utópicas temporales, mundos al revés, para proponer una reforma social que haga posible un mundo mejor. La dramaturgia y dirección es de Paco Suárez que no logra traspasar la temporalidad de aquella propuesta, sonando hoy a topicazo el mensaje del espectáculo. El montaje que muestra es el de una comedia simplona y contenida, muy lejos de conseguir las acciones divertidas que en las obras del francés, generalmente, se han desarrollado como en la Comedia dell’Arte italiana-francesa. Los actores, que tienen calidad acreditada, están desaprovechados. Sólo el oficio, pericia y seguridad de siempre de algunos —Esteban G. Ballesteros, Francisco Blanco y Memé Tabares— hacen que la obra se pueda ver de forma entretenida.